Cuando el 3 de julio de 1976, Adolfo Suárez González (Cebreros, Ávila, 1932) fue nombrado presidente del Gobierno por el Rey, la opinión pública de la transición quedó perpleja. El notable periodista del régimen Emilio Romero, enemigo personal de Suárez y abulense como él, y como Teresa de Jesús, dictó una implacable sentencia: "Santa Teresa ha hecho otro milagro". No fue lo más hiriente que se dijo en una época en que los que anhelaban un cambio político apostaban por el liberal José María de Areilza, cuya candidatura no pasó el filtro del Consejo del Reino, institución franquista que tenía como misión escoger una terna de presidenciables.

El diario francés 'Le Figaro' saludó el nombramiento de Suárez apuntando al Rey: "Juan Carlos ha cambiado un caballo tuerto por otro cojo". Es decir, al tuerto Carlos Arias Navarro le sustituía un lisiado procedente de la cantera del Movimiento Nacional, el partido único en una dictadura sin partidos. Tampoco se quedó atrás el conspicuo historiador franquista Ricardo de la Cierva con su ya legendario "¡Qué error, qué inmenso error!", ajeno aún a su futuro cargo ministerial con el que resultó agraciado poco después.

El presunto milagro había sido preparado meticulosamente por el propio Rey, necesitado de una democratización imposible con Arias Navarro al frente del Gobierno. Por eso tuvo que echar mano de los buenos oficios leguleyos del presidente de las Cortes, Torcuato Fernández-Miranda, para colar a Suárez en la citada terna, junto a los exministros Federico Silva Muñoz y Gregorio López-Bravo. "Estoy en condiciones de ofrecer al Rey lo que me ha pedido", fue el célebre comentario de Fernández-Miranda.

Uno de los suyos

¿Cómo iban a repudiar los prohombres del régimen a uno de los suyos? No en vano, un año antes, Suárez había dejado clara su hoja de ruta cuando tomó posesión de la vicesecretaría del Movimiento, en sustitución de su valedor, Fernando Herrero Tejedor: "Sé bien que se trata de continuar la obra del caudillo, que ha fundamentado nuestra historia presente en la paz y en el orden social; en el respeto a la libertad y a la dignidad del ser humano".

Pero aquel joven abulense, que había empezado a volar alto como gobernador de Segovia y como procurador en Cortes, antes de dirigir RTVE (1969-1973), nunca fue un integrista del régimen, ni proclive a escrúpulos ideológicos, pese a defender la democracia orgánica de la familia, el municipio y el sindicato. Pero, enterrado Franco, se aferró a los versos de Antonio Machado que recitó poco antes de llegar a la Moncloa: "Está el hoy abierto al mañana./ Mañana al infinito./ Hombres de España: ni el pasado ha muerto,/ ni está el mañana ni el ayer escrito". Para desconsuelo del búnker, Suárez, ya validado por las urnas el 15-J de 1977, proclamó: "España está saliendo de la larga y triste vicisitud de la dictadura".

El cambio, en efecto, se había de producir a base de unos cuantos milagros. El principal fue que el desmantelamiento del franquismo lo acometieron los propios franquistas, haciéndose el haraquiri que dio paso al referendo de la reforma política (15 de diciembre de 1976). Lo que la historia la ha definido como una transición modélica costó sangre, sudor y lágrimas.

Borrón y cuenta nueva

La amnistía decretada el 4 de agosto de 1976 demostró que España estaba ante un borrón y cuenta nueva. No obstante, los obstáculos se superpusieron: la extrema derecha hostigó al máximo el proceso reformista; el ruido de sables en los cuarteles a duras penas fue sofocado por el sector castrense no involucionista, capitaneado por el número dos de Suárez, Manuel Gutiérrez Mellado; el terrorismo de ETA, partida en dos facciones, se ensañó, y el GRAPO, infiltrado por elementos policiales, fue capaz de secuestrar al exministro Antonio María de Oriol y al teniente general Emilio Villaescusa.

Cuando los síntomas de asfixia política hacían barruntar males aún mayores, acaeció la milagrosa legalización del PCE, el Sábado de Gloria de 1977. El líder comunista, Santiago Carrillo, había contribuido decisivamente a propiciar el paso de la dictadura a la democracia, inmolando su republicanismo y aceptando la monarquía heredada del franquismo. "Nosotros haremos la democracia para los españoles y vamos a asombrarles a ustedes", declaró entonces Suárez a 'Paris-Match'. El presidente consiguió convencer a la oposición de que la reforma solo podía cristalizar en una ruptura pactada.

"Puedo prometer, y prometo"

Como el proceso democrático exigía unas elecciones libres con partidos en liza, lo primero que hubo de hacer Suárez fue crear el suyo. Y fundó la UCD, que más que un partido fue una coalición de intereses en la que tuvieron cabida diversos grupúsculos de tendencia liberal, falangista, socialdemócrata y democristiana. En el cierre de la campaña de los primeros comicios en cuatro décadas, Suárez afirmó en TVE: "Puedo prometer, y prometo, intentar elaborar una Constitución en colaboración con todos los grupos representados en el Parlamento, cualquiera que sea su número de escaños".

Herencia sin mácula

La Carta Magna se votó el 6 de diciembre de 1978 y sigue vigente hoy, sin apenas retoques y cuestionada cada vez más por los nacionalismos. Lo que no sobrevive es el consenso constitucional, forjado en un año antes en los Pactos de la Moncloa (que reformaron las estructuras económicas, sociales y jurídicas) y roto con la reforma exprés del 2011 con la que PP y PSOE sacralizaron la disciplina fiscal.

Si Suárez se hubiese retirado tras aquel hito, habría disfrutado de su familia -que ha sufrido sin tregua el azote del cáncer y el alzhéimer- y se habría ahorrado todo lo que soportó hasta el 29 de enero de 1981. Con su dimisión, puso fin a un despiadado acoso en el que sobresalió su propio invento ucedista. "No tengo ningún apego al poder --dijo--. Si el partido quiere que me vaya, me voy".

Nunca admitió, al menos en público, que su marcha del Gobierno se debió a las presiones militares, pero sus palabras de renuncia sugirieron lo contrario: "No quiero que el sistema democrático de convivencia sea, una vez más, un paréntesis en la historia de España". La prueba es que, un mes después, el 23-F, Tejero y compañía intentaron echar por tierra la democracia. Para la historia quedó su imagen sentado en su escaño, negándose a echarse al suelo del hemiciclo, o tratando de frenar la ira del general Gutiérrez Mellado contra los militares sediciosos.