La Isla de Buda existe. Es la más grande de Cataluña (1.200 hectáreas) y la gran desconocida. Punta de lanza del delta del Ebro, en su extremo oriental, acoge el 45% de su magnífica avifauna (unas 350 especies, de las cuales anidan casi la mitad), aunque apenas representa el 5% de la superficie del parque natural. En la laguna de los Calaixos, moritos, fochas, pollas de agua (o gallinetas), garcillas bueyeras… -¡qué apelativos más curiosos gastan!- han encontrado un lugar paradisiaco, lejos del bullicio humano, para descansar en sus largos peregrinajes, hibernar y traer nuevas criaturas al mundo tras sus encuentros pre y posnupciales. Una gran amenaza, sin embargo, se cierne sobre todos ellos y el resto de los ecosistemas de esta isla marítima-fluvial.

Son 700 hectáreas de humedales bajo cuyas aguas corretean lubinas, doradas, múgiles, anguilas y carpas, y luego están los arrozales, otras 500 hectáreas, que, junto con las playas con dunas, carrizales y bosque de ribera, completan el relajado paisaje. La intrusión marina -la temida salinización contra la que lleva décadas batallando el delta- se ha acelerado por la falta de sedimentos, atrapados en los embalses; la subida del nivel del mar por el cambio climático y las embestidas de los temporales, especialmente severos en los dos últimos años.

«El mar se está comiendo la isla, y todo el delta, y no se hace nada. Esto es un crimen medioambiental», clama Guillermo Borés, incansable quijote en la lucha por la supervivencia del humedal, el mejor conservado de Cataluña y del Mediterráneo peninsular. Tercera generación de la familia que adquirió la isla en 1924, Borés pone el grito en el cielo -donde centenares de sus amigos plumíferos baten las alas en una coreografía espectacular- ante la desidia de las administraciones. Hoy la mitad de la isla pertenece a la Consejería de Medio Ambiente de la Generalitat y, para culminar el galimatías, las zonas lacustres pasaron a dominio público marítimo-terrestre del Estado. «Han dejado la isla a su suerte», dice, y vaticina fecha de defunción: «En 10 o 15 años, si no se remedia, las lagunas habrán desaparecido».

«En el delta se está librando la segunda batalla del Ebro, y el frente de combate está en Buda. Todos los problemas que se le avecinan al parque empiezan por la isla, la zona más expuesta y vulnerable», prosigue. El cruento temporal sufrido en enero del 2017 -dos veces se ha roto la frágil barrera de arena que separa la zona lacustre del Mediterráneo- alertó aún más a Borés. «Ya no hay material que restaure las playas tras los temporales. Esto provoca la intrusión marina frecuente que ocasiona la muerte de la flora y la fauna, vertebrada e invertebrada, propia de esta laguna de agua dulce», argumenta el copropietario, que convocó, desesperado, un «concilio de Buda» con los siete alcaldes del delta y las comunidades de regantes.

CORDÓN DE ARENA

El enfermo está en la uci y urgen soluciones, reitera. De momento, el servicio de Costas en Tarragona ha lanzado un balón de oxígeno. En junio se iniciaron las obras para levantar un cordón de arena de protección de los Calaixos en la línea litoral, con un aporte de unos 20.000 metros cúbicos, que se interrumpieron (por el peligro para la cría de las aves y para no amargarles la playa «a los de la toalla») y deberían reemprenderse en breve.

Pero se trata solo de unos primeros auxilios. Para Borés, hay que pasar por quirófano para la cura definitiva. «Se necesita urgentemente una infraestructura dura en el litoral: construir escolleras artificiales, un dique». Hay otra iniciativa, la propuesta del programa europeo Life-Ebro- Admiclim, que opta por aportar sedimentos al Ebro para evitar la regresión. Borés la ve con escepticismo. «Para eso ya es tarde, no hay tiempo», responde a quienes lo defienden. Entre los responsables del citado plan, aprobado en el Congreso de los Diputados, figura Carles Ibáñez, jefe de la Unidad de Ecosistemas Acuáticos del Instituto de Investigación y Tecnologías Alimentarias (IRTA) y director del proyecto. «Los estudios demuestran que la única solución sostenible y buena es transportar aguas abajo sedimentos, cosa que se hace en muchos países; no está claro que los espigones funcionaran; podrían hundirse en la arena», explica.

Sería necesario entre uno y dos millones de toneladas de sedimentos anuales para frenar la desaparición del delta, detalla Ibáñez, que recuerda que antes de que se construyeran los 69 diques, la fuerza del agua arrastraba hasta el delta entre 20 y 30 millones de toneladas anuales de sedimentos, fruto de la erosión del terreno por donde discurre el Ebro y sus afluentes. Los aportes actuales se limitan a 100.000 toneladas (menos del 1%).

El experto sí le da la razón a Borés en cuanto a la delicada salud de la Isla de Buda. «Es grave, sí. Es la zona más frágil y la que sufre más regresión. Las lagunas son muy vulnerables a los temporales y en los últimos años no se recuperan como antes», conviene. El diagnóstico está claro. Ahora falta que las administraciones se decidan. Salvar al enfermo o dejarlo morir.