Su padre asesinó a su madre cuando ella tenía tres años y solo cumplió 11 años de los 30 que tendría que haber pasado en cárcel por sentencia. Ni lo conoce ni quiere saber nada de él. «Es un asesino pero es un ejemplo más de la cultura asesina en la que vivimos», explica Julia (nombre ficticio) después de una jornada de reivindicación en la calle con motivo del Día Internacional contra la Violencia sobre la Mujer.

Admite que los actos de protesta los vive con «cierta distancia emocional» y que parece una más entre tanta gente cuando sabe que no es así, que es una víctima de la violencia machista. «Suelen decir que todas somos iguales pero no es así porque no todas son víctimas», confiesa.

En alguna manifestación se ha acercado a preguntar a aquellas que dirigen la protesta megáfono en mano para preguntarles por su historia pensando que también serán víctimas. «Me dicen que no les ha pasado nada, que solo quieren ejercer de altavoz y eso me reconforta y me emociona porque me siento hermanada y de alguna manera me sana», comenta cambiando su tono de voz en el que se vislumbra una sonrisa sincera. Su abuela, hacia quien solo tiene palabras bonitas, se hizo cargo de ella y asumió el papel de decirle que su madre (para ella su hija) se había muerto y «estaba en el cielo».

El cambio

«Se que era muy pequeña pero cuando te dicen una cosa así algo te pasa y te cambia. Yo también tenía esas rabietas en las que gritas mamá, mamá y en las que no piensas callar hasta que aparece tu madre, pero la mía no venía», recuerda ahora con 28 años, aunque es plenamente consciente de que los recuerdos que tiene de lo sucedido no son suyos, sino que los ha creado a raíz de lo que su familia le ha contado.

Con el tiempo le explicaron el resto de la historia que a día de hoy sigue gestionando desde la distancia porque este tema apenas se habla en su núcleo familiar.

«Lo que tengo es el recuerdo de mi familia en el que hay dolor en sus palabras y eso influye en tu crecimiento y te deja marcada, pero aunque sé que tengo carencias, a mí nunca me ha faltado amor porque mi abuela me dio todo el amor del mundo».

Una historia como la suya, por muy pequeña que fuera cuando sucedió, ha hecho que esté «en un proceso de construcción personal constante» y que en días como el de ayer se de cuenta de que sigue «teniendo que desarrollar una fuerza personal» para afrontarlo, por eso agradece tanto que otras griten por ella y pongan su cara.

Con 18 años voló del nido de su abuela, que ya no está, después de una adolescencia difícil. «Siempre sentí que no encajaba y decidí alejarme de mi entorno familiar. Nos llevamos bien pero hay una carencia». «Es mi familia y mi historia y estas cosas pasan, la gente lo tiene que saber», explica.

Ayer y hoy

«Cuando eres adolescente te conviertes en un cuerpo descontrolado, pero ahora más adulta aceptas tu historia» y por eso ha decidido contarla, pese a ser muy dolorosa pero sabe que «toda aportación, por pequeña que sea, es necesaria».

Se siente orgullosa de su abuela pero admite que eran generaciones tremendamente diferentes. «Ha habido un cambio tremendo, yo lo he vivido en primera persona y su mundo no tiene nada que ver con la gente de ahora». «No hay que parar de luchar porque es un proceso largo en el que todavía no hemos conseguido la igualdad pero sí hemos dado un paso adelante», confiesa esperanzadora.

Ella es una chica normal, que estudia, reivindica, protesta, sale por la noche, va a conciertos y está pillando un resfriado. Ayer gritó durante la manifestación de Zaragoza y bailó con la batucada frente al edificio Paraninfo sin esconder que, pese a todo, pese a la vida, estaba feliz. Y por eso sonreía.