Cuando el 21 de noviembre de 1986 se anunció que Emilio Botín-Sanz de Sautuola López dejaba la presidencia del Banco de Santander y le sucedía su hijo Emilio Botín-Sanz de Sautuola y García de los Ríos, fue solo una noticia más en España. La confirmación de que uno de los bancos medianos de la oligarquía financiera aplicaba el principio hereditario.

Pero no. Un mes antes, el 17 de octubre de 1986, se había elegido a Barcelona como sede de los Juegos de 1992. Aquel mismo año el hoy Banco Santander, sin preposiciones, cambió su logotipo de marca de color verde cántabro por una alegoría de la llama olímpica, primero en verde pálido y luego, hasta hoy, en rojo intenso.

Hay dos lecciones de esos meses que perduran hoy. Las sucesiones, cuanto más rápido, mejor. Y el sentido de anticipación es el que hace fuerte a la banca. El banquero fallecido ayer lo aprendió hasta las últimas consecuencias: digan lo que quieran las esquelas ditirámbicas, ayer falleció el banquero Emilio Botín Ríos. Sin más apellidos. Como le gustaba presentarse.

En su trayectoria queda un trazo que lo explica: cuando le convino, Botín participó en el proceso de concentración de la banca española, antes de emprender la increíble expansión global que hoy es el Santander. En 1999, el banquero Botín llegó a presidir el Banco Santander Central Hispano, tres marcas financieras. Y eso que, de por medio, ya había absorbido el Banesto. Dos años después, en septiembre del 2001, ante unos accionistas tan atónitos como militantes, anunció que el banco acumulado en siglas pasaba a llamarse simplemente Santander. Concluida la conquista española, comenzaba la internacional (hoy global).

Decir que la historia personal de Emilio Botín Ríos es la historia de la banca española desde que sucedió a su padre no es una exageración de obituario. Las fechas coinciden.

En todo caso, faltaría añadir otra determinante, fortuita y, como ayer, inesperada: la muerte de Pedro Toledo en diciembre de 1989. Un banquero vasco innovador para su época --más que Botín--cuya desaparición prematura dejaba en mala situación al que iba a ser (y desde luego, podía) el gran banco español del siglo XXI, el BBV, las oligarquias de Neguri pactando por primera vez.

Mientras las camarillas financieras vascas se devoraban mutuamente, Botín estuvo atento a la pesca selectiva de sus mejores directivos. De la diáspora de directivos del antiguo Vizcaya de Pedro Toledo hubo luego tres muy relevantes.

Captar a los mejores

Ángel Corcóstegui se dejó seducir por el talonario del dinosaurio Alfonso Escámez del Banco Central. Francisco Luzón acudió a la llamada de su compañero en el Vizcaya, Carlos Solchaga --ministro de Economía de Felipe González-- y trató de enderezar la banca pública acumulada en la marca Argentaria. Y Alfredo Sáenz, que presidió con honor Banca Catalana desde su intervención en 1982, considerado el gestor de banca más emblemático desde los años 60, que pasó en 1994 a dirigir Banesto, casi desmantelado por Mario Conde. Años más tarde, cuando Botín confirmó la propiedad de Banesto, se quedó con el santo y la limosna: los mejores delfines del Vizcaya y una marca de proyección mundial.