Miles de personas (6.000 según cifras oficiales) se agolparon ayer para vitorear al Príncipe y a su recién estrenada esposa en su inesperada visita a Zaragoza. Durante horas esperaron ante el Pilar y, ante la incertidumbre y los falsos rumores, incluso hicieron cola en la Seo y en diversos hoteles de la ciudad.

Pero a muchos el tiempo invertido les valió la pena cuando la pareja asomó, procedente de Albarracín, por la plaza de las catedrales, aplaudida por una multitud cuyo entusiasmo (unido a la ausencia de un dispositivo de seguridad) fue causa de problemas, caídas y desvanecimientos. Con tal de ver a los recién casados, la gente se encaramó a las farolas, a los muros e incluso a los reclinatorios de la basílica.

Allí, por fin, la pareja, vestida con vaqueros, pudo acceder al Camarín de la Virgen y besar su manto, una pieza donada por la reina María Cristina --esposa de Alfonso XII y tatarabuela del Príncipe-- a la patrona de Zaragoza.

El propio cabildo, Antero Hombría, el delegado de Culto, Luis Antonio Gracia, y el capellán de la Virgen, José María Bordetas, les recibieron al pie del altar, al que los Príncipes accedieron con muchos problemas (debido al numeroso gentío y a la ausencia de vallas protectoras). Una vez allí, primero Felipe de Borbón y después Letizia se acercaron a besar el manto de la Virgen del Pilar, un privilegio reservado a los niños y a las altas autoridades del Estado.

Y lo hicieron provistos con los numerosos regalos que les habían ido donando (incluso metiéndoles en los bolsillos) los zaragozanos. Entre ellos, una estampa, varios dibujos y una medida para que el Príncipe "se la pusiera en el coche", a las que se unieron después otras dos (una amarilla y otra morada) que el cabildo dio a Letizia.

Tras firmar en el libro de oro del Pilar y escuchar el canto de una jaculatoria a la Virgen, entonada por un grupo de mujeres, la pareja salió de nuevo a la calle, en lo que fue el momento de mayor tensión. Todos querían tocar y hablar con los recién casados. Llevaban más de tres horas esperándoles. Y ni siquiera los escoltas del Príncipe ni él mismo, que cuidó de Letizia como si fuera su guardaespaldas, pudieron evitar que la multitud se les echara encima. Por fortuna, la aparición, improvisada y en mangas de camisa en algunos casos, de parte de la corporación municipal permitió que los escoltas de los ediles se incorporaran a los de los Príncipes y a la Policía Nacional para intentar contener la avalancha.

Aún así, las oleadas de gentío provocaron varias caídas y dejaron numerosos zapatos perdidos desperdigados por el suelo. Una niña que iba al médico con su madre tuvo que ser rescatada del suelo por un escolta. También rodó algún periodista. Pero la multitud no se amedrentó y rodeó en todo momento a los Príncipes hasta que ellos llegaron al coche que conducía el propio Felipe.

Juan Alberto Belloch se empleó en la protección de los Príncipes extendiendo sus brazos, y los miembros del séquito unieron los suyos para sumarse a la barrera de protección, improvisada debido a que la visita tenía carácter privado.

Pese al agobio vivido, los Príncipes intentaron mostrar su alegría y corresponder a las muestras de devoción de los zaragozanos. Dieron las gracias al cabildo y también al alcalde Belloch, a su primer teniente de alcalde, Carlos Pérez Anadón, y a los diez concejales del PP que prepararon la improvisada comitiva.

En el lento y abigarrado camino hasta el automóvil, el Príncipe dio muestra de su buen humor al pararse y bromear con dos pequeños que se habían encaramado a un saliente de la pared exterior del templo para verles pasar con cierta seguridad.

Luego, el Príncipe de Asturias Felipe abrió la puerta del coche para que su esposa se acomodara en el asiento del acompañante y, tras despedirse del alcalde y de los zaragozanos, se puso al volante para dirigirse al siguiente punto de su itinerario, Sos del Rey Católico, donde la pareja pasará parte de la jornada de hoy.