Crítica de 'Cata de vinos': bebiendo nace el amor

Jacques es un hombre de mediana edad que regenta una tienda de vinos. Tiene enmarcado un poema de Baudelaire sobe el placer de emborracharse. Bebe bastante, para saber la calidad de los caldos que vende, pero una dolencia cardiaca le obliga a dejar el alcohol. Hortense es una mujer, de mediana edad también, ginecóloga que tiende a encariñarse demasiado con los bebés a los que ayuda a nacer. No sabe nada de vinos pero acaba pagando 55 euros por una botella que regala al grupo de indigentes con el que cena una vez por semana. El encuadre de la mesa con Hortense y los indigentes se parece peligrosamente a la santa cena de Jesús y los apóstoles.

No hay gastronomía de por medio, sino la degustación de vinos, pero la película se ciñe a las reglas no escritas de ese género tan en boga del cine culinario, en el que los personajes se aman, expresan o discuten a través de las viandas. Aquí es mediante los vinos, una cata en concreto, que sirve para salvar la tienda de Jacques y, lo más importante, para unir con toques de comedia romántica a los dos protagonistas. Una fórmula que funciona desde hace años y que la cinematografía francesa exprime con mejor o peor tino. Además de los borgoñas y los burdeos, siempre presentes, el filme basa su efectividad en las interpretaciones de Isabelle Carré y Bernard Campan, quienes otorgan entidad a unos personajes diagramados en torno al lugar común.