No, no he salido este puente. No he subido a esquiar ni me he ido de compras a Londres. Por llevar la contraria, no crean; porque tenía que trabajar y por solidaridad con mi amiga Carmen Puyó, que se ha operado un pie que le hacía la pascua y le impedía, entre otras cosas, caminar con el garbo con que le ha dotado la madre naturaleza. Por todo eso, y porque servidora esquiando, es peor que un dinosaurio en un Todo a 100, no he salido y --¡oh, maravilla!-- no me he deprimido. Estos días he trabajado con normalidad y he disfrutado de mi sofá; he ido al cine y he preparado la lista de las compras de Navidad. Con el consiguiente disgusto, he comprobado que la lavadora empieza a renquear así que, para compensar, me he comprado tres libros. Hasta he arreglado un armario repleto de objetos inútiles que he ido almacenando, como los recuerdos y los sueños, a través del tiempo. Estoy contenta, porque he podido saborear esas pequeñas cosas que me son negadas en el día a día y porque, a pesar de no haber salido, ni me he deprimido ni me he dejado llevar por ese sentimiento que, algunos ingenuos, llaman "sana" envidia. Y es que resulta difícil resistirse al bombardeo publicitario al que se nos somete en estas fechas, invitándonos a escapar de la rutina: paisajes paradisíacos, sol y palmeras besando la arena o inmaculadas pistas de esquí jamás holladas por el hombre. Imágenes que a quien las circunstancias le impidan caer en la tentación viajera le pueden producir, cuando menos, un ataque de bilis. No caiga en la trampa y regálese un sueño.

*Periodista