Son ya bastantes empresas las que ha tomado decisiones estratégicas en el sentido de trasladar su producción a distintos países del este de Europa y China. Los precedentes más evidentes se han dado en la industria textil, el sector del automóvil, el sector del calzado y electrodomésticos. Las empresas están reubicando sus factorías en aquellos países en los que pueden obtener una mayor rentabilidad, el proceso no sólo se limita a las multinacionales sino también a las pymes.

Esta realidad que no ha hecho nada más que empezar ha significado que Administraciones Públicas, sindicatos y empresarios coincidan en que no se puede competir en costes laborales, se hace especial hincapié en la necesidad de inversión en I+D, contar con una formación adecuada y crear así las condiciones para la fabricación de productos con más valor añadido.

Pero esto, siendo razonable, no es suficiente porque lógicamente todos los países quieren ser más competitivos. Sin embargo la competitividad concebida como un fin en sí mismo, desprovista de reglas e insensible a las consecuencias sociales que acarrea, amenaza con socavar los sistemas sociales y democráticos. Hay que reflexionar sobre ello. Hoy la competitividad lo ocupa todo. A ese objetivo hay que subordinarlo todo, la enseñanza, la protección social, las conquistas sociales, el papel del Estado. Nos jugamos la supervivencia, se nos dice, para ello las estrategias lógicas de gestión orientadas hacia la mejora de la calidad, de la eficiencia, la inversión por ocupado, la participación como concepto de responsabilización con la viavilidad de la empresa. Son en la práctica (además de una necesidad lógica para la evolución de la empresa) medidas insuficientes para competir si la batalla industrial y comercial se libra sin consideración social, ecológica, cultural, política, en definitiva si la economía manda por encima o contra la sociedad si es necesario. La competitividad ha pasado de ser un concepto empresarial a convertirse en una ideología que tiene sus propios dogmas, liberalización, desrregulación, privatización, deslocalización, globalización, implacable en la búsqueda desenfrenada de beneficios a escala internacional poniendo en cuestión lo que aún queda de vínculos no mercantiles entre las personas, lamina las solidaridades y expulsa a la gente del trabajo.

Es cierto que no podemos ser irreverentes con las necesidades de los países que son más pobres que nosotros, esto es imprescindible entenderlo, pero es rigurosamente cierto que si no modificamos la ideología imperante siempre habrá quien trabaje más barato, la paradoja es que a esta buena nueva de la competitividad muchos son los llamados y pocos los elegidos. La realidad es que solo una minoría se beneficia, el resto, empresas, sectores sociales, países, etc. quedan en la cuneta. La regla no escrita es que a mayor competitividad menos competidores y memos competencia y más mercados cautivos.

En la propia Unión Europea la competitividad llega al absurdo, al ser los intercambios comerciales mayoritariamente intracomunitarios y no haber coordinación real de sus políticas, cada país trata de ganar parcelas de mercado en detrimento del empleo de sus vecinos, ejemplo claro Moulinex, que pretende cerrar una planta rentable como lo es la ubicada en Barbastro y trasladar la producción a Francia y China.

Después de varios años esbozando las controvertidas políticas antidumping , la Unión Europea tiene que coger el toro por los cuernos e iniciar investigaciones porque los argumentos de amontonan; importaciones, fundamentalmente de Asia, con precios más baratos en Europa que en sus propios países; procesos productivos basados fundamentalmente en el esfuerzo y riesgo de los trabajadores/as; implantación de legislaciones que suprimen los derechos laborales, estas cuestiones junto con la explotación medieval de sus trabajadores/as tiene que responderse imponiendo legislación antidumping a la vez que declarar la guerra social al poder financiero y político que persigue actuar al margen de las responsabilidades sociales, que se dirige allá donde el precio del trabajo humano es más barato, que transfiere a la sociedad el coste creciente del dualismo y la exclusión, que considera, de hecho, que el mercado y la moneda son los valores prioritarios. Un mundo que se globaliza requiere otras reglas y otras políticas internacionales que den compromiso social y sentido democrático a la economía para evitar el desorden y la ineficiencia que son señas de identidad del mundo actual.

*Secretario General

MCA UGT Aragón