Hay dos tipos de escritores que siempre me hacen dudar: los que abusan del lenguaje y los que lo reducen a un laconismo taquigráfico. Los que escriben sin zonas de sombra y los que abusan de los espacios en blanco. Los malos imitadores de García Márquez, los malos imitadores de Hemingway. Incluso sus buenos imitadores.

Miquel Silvestre, en principio, pertenecería al grupo de floridos orfebres, pero, quizá, sólo en principio.

Veamos, no obstante, cómo describe a un tipo que se está afeitando: "Delectándose en el espectáculo de la palidez astillada por riachuelos sanguíneos, dejé correr por recovecos ignotos bajo la ciudad sangre, hirsuteces y espuma en una mixtura bastarda de residuos innobles".

Veamos también de qué manera alguien llama a la puerta: "Aquel día de invierno algún dios caprichoso y venal decidió divertirse golpeando con la insolencia pelma de sus nudillos el frágil féretro de un recuerdo yerto".

Párrafos de este tenor echarían irremisiblemente abajo la novela de Silvestre de no ser porque el autor ha concebido en "Mariposas en el cuarto oscuro. Memorias de un pornógrafo" una descomunal burla de la sociedad, del sexo y, sospecho, de la propia y sacrosanta literatura. Una parodia global, humorística en numerosos fragmentos, que a ratos, debidamente actualizado, podría recordar a Miguel Mihura.

Miquel Silvestre construye un protagonista, Guillermo Zetto, que cumple a la perfección el papel asignado por el autor. Procedente de una severa familia de juristas, Zetto se resistirá a proseguir la tradición del clan, y se pondrá a trabajar en un sex-shop. Allí, en su "universo perfecto de plásticos" se transformará enseguida en pronócrata de su feudo, y nos irá introduciendo en una visión del erotismo y la pornografía a medio camino entre el fetichismo y la sátira. Sus conversaciones con las muñecas hinchables se entremezclarán, por ejemplo, con las reflexiones que le puede sugerir un veterano profesor al ojear las revistas de "mozas talludas que, al tiempo que tres o cuatro brutos las ensartan sin piedad, exhiben sus ralos montes de Venus, artificialmente despojados de esparto púbico, y unos calcetinitos blancos con personajes de dibujos animados".

Al establecimiento de Zetto, animado por su irreverente conversación interior, van penetrando, nunca mejor dicho, una serie de hiperbólicos y desternillantes personajes. Patibularios proxenetas, lascivos mirones, psicóticos, jueces, comerciales, religiosos... un ejército de depravados e hipócritas en quevedesco desfile de ocultos vicios y manifiestas represiones. Zetto, enamorado de una de sus muñecas, los escucha, les da conversación, los analiza y refleja desde su óptica, tal como antes había registrado el proceder de sus próceres familiares, sus ambigüedades, miserias, renuncias. Mediante ese recurso, al reflejar de idéntico modo realidades distintas, Silvestre obtiene, siempre de la mano de la ironía, sus mejores resultados de cara a desmontar los principios de la sociedad.

Delirante, interesante...

*Escritor y periodista