El líder de Esquerra Republicana de Catalunya, José Luis Carod-Rovira, dejó claro en TVE que no se llama así, sino Josep Lluis Carod-Rovira. Que no es lo mismo ni le da igual.

La anécdota --que, en el fondo, quizá no lo sea-- saltó en uno de esos programas de nuevo formato en los que los políticos se enfrentan a una especie de jurado popular, a una nueva versión, en pirámide demográfica, de Viva la gente: al cartero, al panadero, al policía me encontré, o pregunté.

El joven, el emigrante, el batasuno, el fachilla, el ejecutivo, el centralista y los periféricos, cuidadosamente elegidos como representantes de especies, tendencias o tribus urbanas tienen la oportunidad de formular al líder sus preguntas o dudas, ante una millonaria audiencia. Todo iba en el plató más o menos bien, debidamente encarrilado y edulcorado, hasta que a Carod uno de los intervinientes, en vez de llamarle Josep Lluis, le llamó José Luis. Y menos mal que no le llamó Pepe Luí.

Tiene el republicano, Carod, una de esas expresiones en la que resulta indiscernible si albergan alegría, sarcasmo o ira; cólera, enfado o satisfacción. Pues lo mismo una cosa que la otra serían susceptibles de expresar esos ojos redondos y esos labios fruncidos.

Yo creo que Josep Lluis se molestó y que en ese episodio, al dar a entender que el resto de los españoles, unos cuarenta millones de personas, deberían, deberíamos aprender catalán para pronunciar con corrección los nombres de nuestros vecinos, dio, en alas de su reivindicación, un paso en falso.

Abundando en ese sofisma que hace escasas fechas se atribuía Jordi Pujol, identificando patria, lengua y bandera, y olvidando que el catalán, como cualquier dialecto romance, mediterráneo, de raíz latina, es sólo un instrumento, nunca un fin, Carod, Josep Lluis, hizo de la lengua dogma. Por ese camino, por la sacralización de los idiomas maternos, sólo nos dirigiremos a la discriminación, hacia la insolidaridad, y quién sabe, hacia futuros y nada agradables enfrentamientos.

Pero, por encima de esta anécdota --si es que lo fue--, Carod dijo algo que me pareció más sensato. "Yo no soy nacionalista, insistió, repitiéndolo hasta tres veces. Soy independentista, que no es igual".

¿No era lo mismo? Uno, en su inocencia, pensaba que todo nacionalista, antes o después, aspiraría a la independencia de su región, de su comunidad autónoma, nacionalidad histórica o realidad nacional. Porque, si no es así, si un nacionalista a lo único que aspira en este valle de políticas lágrimas es a un mayor desarrollo de su gobierno autonómico, entonces, digo yo, se declara, tan sólo, o tan realizado, autonomista.

Carod, en cambio, rechaza esa etiqueta, por considerarla insuficiente o pacata. Él quiere una Cataluña independiente de España, un país nuevo, europeo, con una república y su propia y soberana división de poderes. No es nacionalista, porque entonces su sueño quedaría truncado en la nacionalidad histórica, en la realidad nacional, incluso en la actual nación catalana.

Sincero, es.

Escritor y periodista