A ciertas alturas una de las peores cosas que creo puede pasarnos es tropezar con la decepción. Las risas abiertas y sencillas de los niños y adolescentes llegan fáciles y bulliciosas por no haberla conocido aún de cerca. En cambio observo que, según pasa el tiempo, es menos frecuente encontrar sonrisas de ese estilo en personas de más edad y que cuanto mayores son más difícil resulta. De hecho, estoy convencida de que aunque no sea el único motivo ni la sola razón, habrá contribuido los suyo el haber vivido y haberse sobrepuesto a las duras decepciones que a veces la vida nos depara. Así, los ojos de muchos ancianos se me antojan tristes, opacos y aunque probablemente un oftalmólogo lo achacará a los problemas y patologías propias de la edad tengo para mí que las tristezas, preocupaciones y sobre todo decepciones han tenido también mucho que ver con la mirada desencantada de algunos ojos. Si no estoy equivocada eso significa que en la balanza que entre alegrías y penas pueda establecerse las segundas han ganado a las primeras.

Como no hay teoría sin contemplación llevo un tiempo reparando en las miradas, procurando no ser descubierta ni observar de modo incisivo o impertinente. No es mi objetivo molestar ni incomodar, sólo comprobar si mi teoría tenía algún fundamento. Mucho me temo que tal y como están las cosas entre nosotros -y aquí el nosotros hace referencia a esta sociedad a la que pertenezco y me debo, llamarle comunidad tal vez fuese eufemismo- las sonrisas tienen sobrados motivos para hacerse de rogar y las miradas para ser algo marchitas.

En su vertiente doctrinal algunos llaman a la decepción desafección política, y sí, también pero lo malo es que no se queda ahí en lo estrictamente político sino que lo desborda y entra sin freno en lo privado y personal, pues cuando la esperanza disminuye y aparece el miedo o la desconfianza en el futuro ya no es de política sino de vida de lo que hablamos.

Algunas de las cifras que ventila la prensa de hoy producen sonrojo, al menos a la gente de bien les producen sonrojo, que tres millones de personas en España vivan en la pobreza severa es como para hacernos pensar y sobre todo aprender. Vienen a mi memoria algunas promesas electorales que no hace mucho, muchos nos repetían machaconamente con el único propósito de computar nuestro voto. Como me vienen también las agudas palabras de ese cojo, miope y refunfuñón que fue el gran Quevedo cuando sentenciaba "Nadie ofrece tanto como el que no va a cumplir". Y no, no hay una campaña orquestada para devaluar la democracia, ni siquiera es necesaria. Desde ella y con la legitimidad que ella confiere llevamos un largo tiempo confiando el poder a quienes a su vez decidieron dejarlo en manos de instituciones, entes y empresas que fuera del "circuito democrático" se han hecho absolutamente con un dominio absoluto de la situación. "Quién tiene qué y hasta cuándo" es una de las claves de su razonamiento y decisiones. Es lo que ya en los años 90 algunos llamaban la sociedad 20/80, Martin y Schumann por ejemplo, compuesta por un 20% de personas que trabajarán y accederán a bienes y servicios de forma cómoda y hasta lujosa frente a un 80% para el que lo que se pretende es garantizar una existencia bastante básica aderezada con entrenamientos que, de paso y a ser posible, también sean capaces de dejar pingües beneficios para ese 20%. Por eso tengo la sensación de que nuestra democracia se parece hoy demasiado a esas nubes sin lluvia que a veces se les espera porque se las necesita y sin embargo, altivas y distantes pasan de largo sin dejar caer ni una gota.

Profesora de Derecho. Universidad de Zaragoza