"¡Mira a ver tu hijo, que me tiene hasta las narices con la palmica!" Recuerdo con cierta nostalgia aquellas Semanas Santas en que esperaba con verdadera fruición la llegada del Domingo de Ramos. Semiescondida en un altillo, aguardaba una palma trenzada, colmadita de chuches y chupetes de caramelo o con su tetina llena de sidral. La miraba, en ocasiones a lo largo de una semana, pues mis padres eran y son de ese tipo de gente que nunca dejan nada para última hora o a la improvisación, con decir que el roscón de San Valero lo encargan al comprar el de Reyes, lo digo todo.

En realidad a mí, la palma, me daba igual; ni siquiera entendía por qué un domingo, que para mí era igual que cualquier otro, había que sacar a pasear una palma y esperar hasta después de comer para poder disfrutar de los suculentos colgantes que bamboleaban ante mis ojos a lo largo de toda la mañana de domingo.

¿Qué divertimento tenía arrastrar literalmente la palma como si fuera una escoba? ¿No valdría más la pena que me dieran las chuches al principio de la mañana y así tendría energías para llevar la palma el resto del día? Esta ilusión por la palma tenía sus edades, al igual que el pantalón corto; cuando comulgabas te ponían el pantalón largo y cuando comulgabas te pasaban de palma trenzada con caramelos a una insulsa palma sin lacitos ni chucherías- ¡esto sí que no tenía sentido alguno! Y no digo nada cuando, en vez de una palma, te plantaban una ramita de olivo- ¿pero qué se habían creído mis padres?

Salíamos de casa, con palmas, ramitas de olivo y- algo para estrenar: Domingo de Ramos el que no estrena no tiene manos- manos no lo sé, pero pies seguro; ¡año tras año, estrenaba calcetines!

Íbamos hasta la Plaza de San Cayetano y allí contemplábamos el salir pausado y monótono de unos tipos vestidos con túnicas de colores y con unas palmas tres veces más grandes que la mía y sin un solo caramelo colgando, otro que llevaba dos tablas y una bella "aguadora" con un cántaro a la cintura y detrás un grupo de niños que tocaban un extraño instrumento, que hacía el mismo ruido que esa carraca que, apesar de que mis propios padres me la habían comprado, nuuunca me la dejaban tocar; otra de esas incongruencias de mayores que los pequeños no entendíamos.

Las doce de la mañana, el sol en todo lo alto, no sé por qué pero esta Cofradía siempre luce con un brillo especial en la mañana de domingo, la Entrada de Jesús en Jerusalén sale a la calle, luciendo ese impresionante Paso de los hermanos Albareda, con Perico como estrella invitada.

El pueblo hebreo, las carracas, el Paso, la sección de instrumentos- ya está la primera Cofradía de la Semana Santa en la calle. La gente, arremolinada en las aceras, espera con ansia el momento en que la Cofradía pase delante suyo. Seguro que en sus setenta y cinco años de vida esta Cofradía ha pasado por delante de mucha gente.

La mañana, como una marea de azul llena de estelas de blanco, se tiñe con el color de los hábitos de la Entrada y por la tarde, a las seis y media, parece repetir el cromatismo, pero con el matiz del azul marino y las capas blancas del Prendimiento:

--Y tú ¿de cuál eres?

--Del Prendimiento

--Ah, de la de los escolapios ¿no?

--Eso es

Y como tales, digo como partícipes de la Escuela Pía, salen del colegio de las RR.MM. Escolapias de Pompiliano, acompañando a esa pequeña, pero preciosa Virgen Dolorosa, obra de Carlos Palao y a la peana del Cristo de Daroca.