El considerado mejor periódico del mundo, The New York Times, abría hace unos días su edición de papel con un reportaje sobre el hobby palestino de tirar piedras a los soldados israelís. El enfoque y la relevancia tipográfica dada al texto levantó una oleada de protestas en las redes sociales. ¿Se puede reducir el conflicto israelo-palestino a un presunto gamberrismo de los jóvenes palestinos? El texto, envuelto en una apariencia de buen trabajo, es inexacto, parcial, infantil y fuera de contexto. Nada que un periódico pueda aspirar a cobrar.

Un corresponsal español, uno de los mejores de finales del siglo XX y principios del XXI, llegó a Jerusalén con un notorio historial projudío. Es fácil serlo si se devoran los grandes escritores judíos europeos del XIX y XX, los Franz Kafka y Aaron Appelfeld, si uno se siente permanentemente conmocionado por el Holocausto y la tragedia de los sefarditas. Es fácil sentirse cercano a los judíos en Tel-Aviv, estremecerse con sus historias familiares de supervivencia al odio, sentirse parte.

El corresponsal nunca dejó de ser projudío pero supo ser neutral: escribir sobre la violencia cotidiana que reciben los palestinos de Cisjordania, la humillación en los controles, de cómo el Ejército destruye sus casas y arranca los olivos con máquinas excavadoras.

Un olivo es más que un árbol, es la Tierra, una forma de pertenencia, de ser. Con ellos desaparece el certificado emocional y generacional de ser de esa tierra. Sin árbol se pierde el alma.

NADIE TIRA PIEDRAS por hobby. Existe una desesperación colectiva detrás de ese acto que simboliza la lucha de un nuevo David contra un nuevo Goliat. Oriente Próximo vive enfangado en una violencia natural que nadie quiere o sabe cortar. El soldado mata al palestino porque antes lo ha deshumanizado. En ese proceso se deshumanizan ambos, se justifica la muerte, las bombas, los atentados suicidas. Yasir Arafat no comprendió la relevancia del 11-S; Hamás y la Yihad Islámica, mucho menos. Después de aquellos atentados terribles no podía haber más bombas. Terminaba una época, empezaba otra. Ariel Sharon fue hábil: sacó a Arafat de la lista del Nobel y le metió en la de Al Qaeda.

Sorprende que personas que han sufrido una violencia atroz, como el Holocausto, practiquen la violencia contra terceros. Existen símbolos que se repiten de manera inexplicable: soldados que obligan a tocar el violín a un palestino.

Las nuevas supuestas negociaciones arrancadas por el secretario de Estado de Estados Unidos, John Kerry, son las enésimas. Otra puesta en escena de una paz imposible en estos momentos.

Muertos los acuerdos de paz de Oslo, difuntos los acuerdos de Annapolis que auguraban un Estado palestino en el 2008, difunto el Cuarteto y la pomposa Hoja de Ruta, difunta la idea de los dos estados, solo queda un Gobierno, el de Binyamin Netanyahu, que promueve nuevas colonias en territorios ocupados, y una Autoridad Nacional Palestina sumida en la corrupción y la inoperancia que ha dejado de ser Autoridad sin haber llegado nunca a ser Nacional. Europa es incapaz de imponer la paz, se limita a pagar cuentas y acallar su mala conciencia, aún remordida por su pasividad en la masacre de judíos en el nazismo. EEUU no impondrá nada a su portaviones en Oriente Próximo, y más ahora con el terrorismo de Al Qaeda y de sus sucursales lejos de la derrota. Israel necesita un enemigo exterior desde 1948 para mantenerse unido, para no enfrentarse a sus contradicciones internas, entre el Estado teocrático y ese laicismo socialista judío que tanto bien ha hecho a la literatura, a la ciencia, a la humanidad.

No hay centro de entendimiento. Apenas un 2% o 3% en Israel reconocen al otro como portador de derechos, incluidos los de la tierra; no muchos más entre los palestinos. El trabajo de la paz es a largo plazo, está en la educación, en el levantamiento de los muros mentales y físicos.

Los palestinos harían bien en renunciar a la Autoridad Nacional Palestina y exigir la nacionalidad israelí. Esta era una idea de Eduard Said que alarmó a los sionistas. Lo que habría que combatir antes de aspirar a una paz duradera es la dictadura de las verdades absolutas, se apelliden como se apelliden. Periodista