Las declaraciones del recién proclamado rey de Holanda Guillermo Alejandro oponiendo el Estado de Bienestar a la "sociedad participativa" son toda una declaración ideológica que explica lo que está sucediendo en esta crisis: los que detentan el poder "real" han conseguido, en los últimos cuarenta años, que el Estado, haciendo gala de una enorme irresponsabilidad, se haya batido en retirada convirtiendo el espacio público en una selva en la que siempre ganan los más poderosos, que son los que ponen las reglas. No es el fin del estado de bienestar, ni de la socialdemocracia, ni del pacto social que permitió a Europa remontar una terrible crisis tras la II Guerra Mundial. Es el ocaso de la democracia.

En los debates sobre gobernanza que se han venido produciendo en los últimos años, tanto en el ámbito académico como en el político y social, las distintas corrientes ideológicas han plasmado nítidamente sus diferencias. Desde los que defienden la buena gobernanza como una nueva manera de deliberar y tomar decisiones desde la participación, hasta los que ven en ella la posibilidad de teorizar la derrota de la política institucional y optan por sustituirla por una radical vuelta a la sociedad como suma de individuos abandonados a su suerte.

QUIENES ABOGAN por destruir el Estado de Bienestar han visto en esa vuelta al individuo, despojado de toda protección social, y no en la auténtica participación, una alternativa para intentar sostener su discurso. Este debate está plagado de minas y de trampas conceptuales que es preciso ir desvelando.

Las ciencias sociales han ahondado en estas ideas y han demostrado ampliamente cómo la calidad de la democracia es una variable dependiente de la implicación de la sociedad civil, tanto en lo que se refiere a la generación de capital social, como a la participación ciudadana y a la contribución decisiva de los medios de comunicación libres y plurales en la conformación de la opinión pública. Pero todo esto, a su vez, depende de otros factores decisivos como la igualdad, la educación, la salud y la protección social, entre otros aspectos. Sociedades más democráticas, y por tanto, más participativas, son sociedades con menor desigualdad económica, con niveles educativos y culturales mayores y por supuesto, con mejores índices de salud y de protección social. No hay más que mirar a los países de nuestro entorno para ver cómo, aquellos que detentan los primeros puestos en los índices de calidad democrática, son precisamente los que mejor puntuación obtienen en esos apartados. Ahí están los países nórdicos para demostrarlo. Y el sentido común lo corrobora.

Refiriéndose a la desigualdad económica, Krugman lo expresa contundentemente cuando afirma que la concentración extrema de riqueza es incompatible con una verdadera democracia, y se pregunta "¿Acaso alguien puede negar sensatamente que nuestro sistema político se está deformando por culpa de la influencia de las grandes fortunas, y que la deformación va empeorando a medida que la riqueza de unos pocos se va haciendo cada vez mayor?"

Stiglitz tampoco alberga dudas cuando afirma que "la desigualdad es la causa y la consecuencia del fracaso del sistema político, y contribuye a la inestabilidad de nuestros sistema económico, lo que a su vez contribuye a aumentar la desigualdad".

Argumentar lo contrario, construyendo un falso marco en el que más sociedad es equivalente a menos Estado es desconocer - por usar una interpretación benévola - el funcionamiento del espacio público. Una sociedad que participa es una sociedad que puede, sabe y quiere participar.

Poder participar es disponer de los cauces y foros adecuados para hacerlo, conocerlos y saber moverse por ellos. Saber participar es conocer las claves de los asuntos, disponer de herramientas para expresar opiniones fundamentadas, manejar el arte del debate y de la búsqueda de acuerdos sin renunciar a tener desacuerdos. Y querer participar, es, en el sentido de los griegos, no ser idiotas. Es decir, interesarse, implicarse y vincularse con los asuntos que nos afectan a todos como miembros de una sociedad. ¿Es posible hacer todo esto sin bienestar? Rotundamente no.

Ofrecer la participación como alternativa al Estado de Bienestar es pervertir el debate, esconder los intereses de las clases dominantes que entienden que a menos Estado y menos regulación, más margen de beneficio y sobre todo, es intentar manipular las palabras y los conceptos a su conveniencia. Claro, que también la izquierda, en no pocas ocasiones, hemos preferido optar por la estética y abandonar la pelea de los conceptos para evitar ser confundidos.

En este cambio de paradigma que se está librando en el campo ideológico, quien defina las palabras y los conceptos creará el marco. De cómo va la batalla, nos da idea el hecho de que sea un Rey quien esté definiendo lo que es la participación... y la democracia.

Politóloga