Las etiquetas ideológicas, convertidas en infamantes improperios, van y vienen por la ciénaga de internet. Y la cacofonía atonta al personal. Extremista, supremacista, comunista, populista... No existen reglas en este tiroteo. De tal forma que un fascista puede llamar fascista a quien así le calificó antes, y tener los dos buenas razones para usar el adjetivo. Bastaría con que ambos fuesen ultranacionalistas, centrípeto y centrífugo respectivamente.

Es habitual que las derechas hispanas denominen comunistas, populistas y rojos (también bolivarianos, leninistas o estalinistas) a quienes no pasan de ser socialdemócratas formales (Sánchez) o histriónicos (Iglesias). En realidad, las izquierdas (salvo los anticapitalistas que todavía sueñan con el mambo) han abandonado toda pretensión revolucionaria, porque además la rebelión ha quedado fuera de sus alcances. Ya no aspiran a destruir el sistema sino a limar sus filos más agresivos. Asaltar los palacios no es posible.

En el terreno del nacionalismo periférico español (con perdón), el arco ideológico sí que está confuso. Porque allí lo mismo te encuentras conservadores radicalmente identitarios que furibundos antisistemas que ven en la independencia de Cataluña o el País Vasco una puerta abierta a la destrucción del Estado.

Pero es en la derecha donde ahora mismo hay un barullo monumental. Porque una cosa es llamar facha a los más retrógrados y otra caracterizar como fascista a gente que ha recogido de la herencia franquista su fuerte contenido reaccionario y autoritario, aunque propugne alternativas neoliberales ajenas al estatalismo de regímenes como el nazi. En España, las derechas (Franco incluido) estuvieron más conectadas a lo que ahora dice Bannon que a lo escrito por Hitler en su Mein Kampf. Fueron y son paleoconservadoras, y una parte de ellas tiende al extremismo antipolítico porque su memoria ha consagrado como mejores momentos aquellos en los que tuvieron el poder (todo él) sin las engorrosas trabas democráticas.

Complejo vocabulario, ¿eh?