Hace pocos días me encontré con un viejo amigo. Intercambiamos cuatro palabras, más bien tópicas, como viene resultando habitual en estos casos. No podemos dedicarnos a bombardear a una persona que desapareció ya hace tiempo de nuestro horizonte. Una situación de este tipo conviene que se resuelva cómodamente y la solución es un intercambio de tópicos, bastante vagos para no cometer un grave error. La discreción es socialmente sagrada. Naturalmente, como hacemos en diferentes situaciones, conviene acudir a esta gran arma defensiva que es la vaguedad. Y el uso de los tópicos también es muy útil. Y no hay que olvidar tampoco un arma decisiva: el halago. Todo cambia cuanto nos movemos en los ámbitos familiares. Sobre todo si hay niños. Aparece la idea del sagrado que se expresa con el clásico «¡no lo toques!». Claro, ese jarrón de cristal, si cae, puede romperse. Yo pienso que los niños y las niñas nacen con un instinto muy fuerte y muy sabio: el de aprender a tocar. Considero que tocar es importante, porque se convierte en la primera conexión física con la realidad, con el mundo. Me permito, por lo tanto, la licencia de inventarme una sentencia: «Toco, luego existo». El primer instinto de contactar que tenemos los seres humanos es, con el paso de los años, una manifestación de poder. En los puestos de frutas y verduras puede haber un letrero en el que ponga no tocar, es cierto, pero este aviso no aparecerá en medio de una pareja que está sentada en un banco allí mismo. Como decían los antiguos billetes de ferrocarril, nosotros somos personales e intransferibles. Los besos también lo son: pueden ser agradables o desagradables. Insistentes o fugaces. El beso es un instrumento que no admite ser sometido a obligaciones. Admite el amor y la bofetada.

*Escritor