Ya he manifestado anteriormente que en el juicio al separatismo catalán se está juzgando a unas personas que, presuntamente, han cometido una serie de delitos contra el orden constitucional. No se están juzgando ideas independentistas, que siempre las ha habido en Cataluña y en el País Vasco, pues si así fuera habría que procesar a muchos políticos que así claramente se expresan.

La primera parte del juicio a los independentistas catalanes está resultando un acontecimiento interesante, además de importante. Las declaraciones de los acusados han sido toda una constatación de la percepción psicológica que ellos tienen de sí mismos y del resto de la humanidad, especialmente del resto de los españoles, pues ellos, paciencia que todo llegará, todavía son españoles.

Ha habido algún caso realmente místico como Junqueras, con momentos casi teológicos (mala teología), elevándose (él a si mismo) por encima de los vulgares mortales, aunque tenía el detalle de amarnos, a nosotros, los impuros. Su discurso estaba en otra onda, ajena totalmente al juicio que se celebraba. Es más, el juicio lo convirtió en una magnífica plataforma para predicar su mística independentista. Otros han sido más prácticos y se han justificado de su nula intención de delinquir y si lo han hecho nunca ha sido con intencionalidad delictiva. En todo caso por error: «la democracia está por encima de la ley», repiten joviales.

Pero el que más me ha interesado ha sido el testimonio de Jordi Cuixart. Su testimonio ha sido todo un tratado en defensa de la desobediencia civil. Sonriente y coloquial, relajado y ajeno al mundanal ruido, y con un aura mística por el orgullo que supuso para él el 1-O, seguido de su metanoia o conversión interior durante el tiempo en prisión. Y no era para menos, pues no solo reivindicó el referéndum sino que lo elevó a acontecimiento mundial: «constituyó el ejercicio de desobediencia civil más grande que ha habido en Europa». Su prioridad no es quedar absuelto sino solucionar el conflicto Cataluña-España, al menos eso dijo. «Cuixart es un torrente luminoso en medio de una oscuridad aterradora», escribió en Twitter Carlos Puigdemont. Tanto iluminó al ex presidente que declaró arrepentirse de haber dejado «sin efecto» la declaración de independencia el 10 de octubre del 2017. Efecto contagioso típico del contacto con lo divino.

Pero para entender bien el nacionalismo hay que recurrir a la mística de la pureza, como si fuesen cátaros medievales (que, por cierto, se movieron mucho por Cataluña).

Agradezco esta idea de la pureza a un buen amigo vasco que me lo hizo ver claro y del que tomo alguna expresión suya (gracias, José Ignacio). El nacionalismo no es algo exterior u objetivo, sino algo mental, propio de una percepción psicológica y subjetiva. Se trata de definir «cómo somos los nuestros» y un sagrado título de propiedad de los nuestros sobre un territorio. Y eso siempre implica superioridad sobre los demás. La independencia no es el objetivo, es el camino. El objetivo último es ser puros (de ahí nuestra superioridad) y para ello hay que ser independientes. El problema grave se plantea posteriormente para los no independentistas que habitan el mismo territorio. Porque no se trata tanto de la independencia sino del modelo de convivencia que se implantaría en «nuestra patria». Si con los impuros los nacionalistas habían sido duros, con aquellos de los «nuestros» que se niegan a ser de los «nuestros» serían implacables, porque tendrían el poder, material y espiritual. No hay mayor totalitarismo que el teológico. Y los asuntos teológicos no se argumentan, solo se enuncian. Por lo tanto, no cabe la dialéctica.

El nacionalismo es una semilla que se planta desde la infancia y condiciona durante todo el resto de la vida lo que cree, piensa y hace la persona. De ahí la importancia de la inmersión educativa y cultural. Obviamente la persona tiene necesidades básicas de supervivencia y necesitará equilibrar ambas pulsiones. Pero en cuanto tenga la más mínima percepción de que sus necesidades básicas están garantizadas, el sentimiento nacionalista brotará con toda su fuerza y perseguirá siempre objetivos máximos, porque esa es su naturaleza.

En Cataluña esta semilla está muy extendida en la población. Y cuando se han dejado engañar al decirles que sus necesidades básicas están garantizadas, que la independencia era posible y les iba a salir gratis, muchísima gente, esos nacionalistas conservadores y moderados de Pujol, se han permitido dar rienda suelta a su sentimiento nacionalista, porque ya estaba la semilla.

Algunos de semilla tibia e incluso sin semilla, se han dejado engañar con eso de que España nos roba y cuando seamos independientes vamos a vivir mucho mejor. También acompaña un señuelo emocional: aunque ahora seas algo impuro, te dejamos entrar en la comunidad sagrada de la nación elegida como un igual a nosotros los puros. A mucha gente esta oferta le resulta irresistible, no están sobrados de autoestima. Obviamente, es mentira eso de que te tratarán como a un igual. Nunca serás como ellos. Pero cuando te enteres ya será tarde.

Conclusión: amamos tanto a los catalanes que impedimos que se independicen.

*Profesor de filosofía