En las Islas Maldivas, mi mujer y yo buceamos entre tiburones. De hecho, se anunciaba así: inmersión entre tiburones. Te lanzabas desde el barco y conforme descendías veías al poco a cinco o seis tiburones enormes, majestuosos, que se te acercaban y te olían como si fueran gaticos. Recuerdo que no pasábamos ni pizca de miedo; simplemente estábamos fascinados por su belleza y su movimiento grácil y eterno. (Bueno, si un coral de fuego te hacía un corte en una pierna y te ponías a sangrar a borbotones entonces sí que daría un poco de respeto el tener escualos cerca, pero no era el caso, afortunadamente). A mi mujer y a mí nos encantaba bucear: hay todo un mundo bajo el mar, desconocido y maravilloso. Nos iniciamos en el buceo con una semana de cursillo en el Mar Rojo, en Sharm El Sheikh (con trajes de neopreno, botella de oxígeno y toda la pesca), con unas aguas cálidas y cristalinas y unos fondos coralinos espectaculares. Nos gustó tanto la experiencia que nos aficionamos rápidamente y seguimos buceando en otros destinos (México, Bali, Maldivas), entre morenas, tortugas, rayas, arrecifes, barcos hundidos… Cuando recuerdo estas inmersiones ahora, muchos años después, casi parece como si las hubiéramos realizado en otra vida. Con la llegada de los hijos, este tipo de viajes se acabó. Pasar de bucear entre tiburones a ver junto a tus hijos Bob Esponja en la televisión no es lo mismo, ciertamente, pero es lo que hay. Estamos, se podría decir, en la siguiente pantalla del videojuego de la vida. La disfrutaremos igualmente.

*Escritor y cuentacuentos