La explosión, el jueves pasado, de un coche bomba cerca de la Embajada de EEUU en Kabul, que mató a un soldado norteamericano, otro rumano y diez civiles afganos, sacó a la luz la reunión secreta que Donald Trump tenía prevista con los líderes talibanes en Camp David el domingo. Tras 18 años de guerra, unos 20.000 afganos muertos por año, según la Brookings Institution, y cientos de miles de millones de dólares gastados, EEUU había aceptado la oferta talibán para retirarse de Afganistán. El «principio de acuerdo», anunciado el 2 de septiembre, no garantizaba la paz en el maltratado país, pero pretendía reducir la violencia conforme las tropas extranjeras abandonaran el suelo afgano.

El mismo Trump anunció el sábado en un tuit que cancelaba la visita de los insurgentes afganos, que habría precedido a la firma del acuerdo pergeñado por el norteamericano de origen afgano Zalmay Jalilzad, que fue embajador en Irak y Afganistán y desde el 2018 enviado especial de la Casa Blanca para las negociaciones de paz. Los talibanes impidieron que el Gobierno de Kabul, que consideran un «títere estadounidense», participara en las conversaciones.

Los herederos del mulá Omar -que controlan casi la mitad del país, aunque ninguna gran ciudad- creen tener la sartén por el mango. Ellos no tienen prisa, Trump, sí, porque las elecciones a la Casa Blanca se acercan y necesita mostrar algún éxito exterior tras los fracasos del muro de México, del plan de paz para Oriente Próximo y los nubarrones que se ciernen sobre la economía por su guerra comercial con China. En contra del Pentágono y de forma unilateral, el presidente dijo en diciembre pasado que pronto reduciría en un 50% la presencia militar estadounidense en Afganistán, lo que motivó la dimisión del entonces secretario de Defensa, James Mattis.

George Bush rechazó cualquier conversación con los talibanes, que gobernaban en Kabul cuando se produjeron los atentados del 11 de septiembre del 2001, e invadió el país asiático con la promesa de liberar a las mujeres del burka e implantar la democracia en una nación casi feudal, que es un rompecabezas de lealtades tribales y étnicas. Barack Obama inició los contactos con los insurgentes, pero los interrumpió por la cerril oposición de su aliado, el Gobierno afgano. Trump, que siempre se opuso a esta guerra, estaba dispuesto a aceptar una rendición disfrazada de acuerdo para ofrecérsela a sus electores, que rechazan las contiendas exteriores tanto como apoyan el muro en la frontera con México.

Del pacto solo se conoce lo que dijo Jalilzad, tras entregar el día 2 una copia del texto al presidente Ashraf Gani. Al parecer, a lo largo de cinco meses debían abandonar Afganistán unos 5.000 norteamericanos y otros 3.000 soldados de la OTAN y se cederían cinco bases militares. Esto supondría reducir en un 40% los 20.000 uniformados extranjeros desplegados en la actualidad, de los que 14.000 son estadounidenses, con lo que se volvería a las cifras dejadas por Obama al final de su mandato.

Dos de las tres condiciones exigidas por EEUU para iniciar las conversaciones de paz -auspiciadas por Qatar y con el apoyo de Pakistán y China-, no se habían cumplido: que no habría retirada de tropas hasta que no se firmara un alto el fuego y que el Gobierno de Kabul sería una de las partes negociadoras. Los talibanes solo se habían comprometido a que Afganistán no vuelva a servir de base a las organizaciones terroristas que quieren atacar EEUU y a contener la violencia para asegurar una retirada pacífica.

«Si no pueden aceptar un alto el fuego durante estas importantes conversaciones de paz, e incluso matan a 12 personas inocentes, entonces probablemente no tengan el poder de negociar un acuerdo significativo», dijo Trump en uno de sus tuits. El mismo día que se anunció «el principio de acuerdo» un camión bomba cerca de la zona de Kabul donde viven los extranjeros causó más de 30 muertos y un centenar de heridos.

EEUU tendrá que implicarse con más firmeza si quiere conseguir un cese el fuego entre el Gobierno afgano y sus archienemigos talibanes y sustentarlo en que ambas partes compartan el poder para que el país no se hunda en una guerra civil más profunda en cuanto se vayan las tropas de la OTAN. Mientras los afganos siguen esperando su ansiada paz, buena parte de la clase política de Kabul está concentrada en las elecciones presidenciales del 28 de septiembre, en las que Gani opta a un segundo mandato de cinco años. No se descarta otro retraso de los comicios, que ya se han pospuesto dos veces por una reforma de la ley electoral y falta de preparación para celebrarlos.

*Periodista