No, no hace falta que me lo digan. Estoy segura de que, como yo, la retahíla de palabras que nos vienen estos días a la cabeza a cuenta de las nuevas elecciones es larga y no alegre: hastío, aburrimiento, decepción, desafección, desconfianza, hartazgo… todo eso y mucho más es lo que, pronunciado o no, inunda mi cerebro desde hace días. Sí, el mío y el de todos los que vivimos en este país y los que, aun viviendo fuera, ven desde la distancia el panorama ante el que nos encontramos.

No, no quiero ocultar mi profundo enfado ante lo que considero incapacidad por parte de los máximos representantes políticos nacionales. Sí, el Estado les queda grande, cualquier cosa que no sea la ordenación interna de sus organizaciones les queda grande y ni aún así, también eso, les sobrepasa a juzgar por los resultados. Y es que se han rodeado de personal tal incapaz como ellos mismos, corifeos que por mantenerse en determinados puestos o medrar se muestran solícitos a adular, defender y proteger a unos líderes que deberían plantearse ocupar su tiempo y sus vidas en otras ocupaciones, otros quehaceres que no nos afectaran a los demás habida cuenta de su falta de competencia.

Recordarán que en los últimos tiempos eran muchas las voces que tildaban con afán despectivo a muchos de nuestros representantes de «políticos profesionales» para referirse a que habían convertido la política en su profesión. Ya lo siento pero niego la mayor. ¡Qué más quisiéramos que nuestros políticos fueran profesionales! Y escojo aquí la cuarta acepción que la RAE da al término profesional: «Dicho de una persona que ejerce su profesión con capacidad y aplicación relevantes».

¡Ojalá nuestros representantes nacionales fueran eso y ejercieran la política con capacidad y aplicación! Más que preocupante resulta casi frustrante. ¿Acaso nosotros no aprendimos y enseñamos a nuestros hijos, alumnos, jóvenes… que somos responsables de nuestras acciones y omisiones? ¿Les suena eso de algo a nuestros políticos de Madrid? Ya, ya sé, sé que ellos saben que es prácticamente imposible que, pese a su demostrada incompetencia, nada vaya a moverles de allí, nos han hecho cautivos y al hacerlo han usurpado la dignidad de la democracia.

Asistimos a la conversión de la «representación democrática» en una especie de «teatrocracia», riesgo del que ya alertó Platón en su República pero temo, con cierto vértigo, que los peligros no se queden ahí. Con su despotismo blando, con su habilidad para la tergiversación de los hechos y manipulación del lenguaje llevan camino de que la ciudadanía acabemos percibiendo nuestra democracia como una especie de «tontocracia» entendida esta no tanto como gobierno de los tontos sino como forma de representación que toma por tontos a los ciudadanos a quienes gobierna. Supongo que en Aragón a este ejercicio que acabo de hacer se le llama remangarse, no me lo tomen como un desahogo sino como un alegato en defensa de la dignidad de la democracia y de los demócratas. Gracias.

*Profesora de Filosofía del Derecho de la Universidad de Zaragoza