Es de tal magnitud el varapalo que el Tribunal Supremo del Reino Unido acaba de propinar al primer ministro Boris Johnson que su continuidad en Downing Street está en discusión más que nunca, debilitada su figura al máximo por la obligación ineludible de acatar la sentencia y abrir el Parlamento, que pretendía mantener cerrado durante cinco semanas. Ayer mismo reanudó las sesiones la Cámara de los Comunes con múltiples iniciativas para lograr que el premier se marche a casa. Al mismo tiempo, arreciará la tormenta en el Partido Conservador y acaso el Laborista, que sale muy dividido del congreso de Brighton, introduzca nuevos matices a su oposición a un brexit sin acuerdo. Nunca antes en la historia moderna del Reino Unido se había dado un choque entre poderes de tal envergadura y no hay memoria de una iniciativa del Gobierno cuya primera consecuencia fuera dejar en el limbo la Cámara de los Comunes, la institución donde reside la soberanía del Reino Unido. Al declarar ilegal la suspensión parlamentaria y afear el recurso a la reina para que la sancionara, el Tribunal Supremo no solo restaura el equilibrio de poderes y el papel reservado a Isabel II, sino que subraya la obligación del Gobierno de estar permanentemente sometido al control de diputados y lores. En suma, reitera que no caben los atajos, tal como argumentaron en su día el Partido Nacionalista Escocés y Gina Miller, que promovieron la intervención de los jueces. En medio de tal tempestad es imposible que el Gobierno sobreviva sin más a la experiencia. Boris Johnson ha quemado sus naves en una batalla insensata contra el ordenamiento constitucional británico, y acaso pase a la historia como el primer ministro con un mandato más breve salvo que dé con la tecla para desobedecer al Parlamento y consumar el brexit sin acuerdo. Algo que, de suceder, dará pie a un nuevo litigio entre poderes que erosionará aún más la economía y multiplicará la incertidumbre sobre el futuro.