El ser humano es un calendario en sí mismo. Una sucesión de fechas que atraviesan el corazón en forma de recuerdos, un nido de primaveras que dan paso al definitivo otoño donde habitan las oscuras golondrinas de Bécquer. Nadie escapa a ese destino íntimo, a ese cónclave con la lluviosa memoria. Un día cualquiera, como este por ejemplo, el cielo es una única nube, y bajo su manto de grises la melancolía cala hasta los huesos como los besos que jamás dio Sabina. Para quienes aquel amor de verano vaga como un poema solitario entre el océano de flores marchitas, noviembre se eterniza de espinas, de cruces en el camposanto, de ríos secos que van a dar al mar de Manrique. En esa antesala de la soledad, el aliento de la evocación empaña el alma para que escribamos sobre su frágil cristal que una vez fuimos felices en el almanaque de la existencia. Si pudiera vivir nuevamente mi vida como nunca pudo Borges...