Síguenos en redes sociales:

EL TRIÁNGULO

Ángela Labordeta

El pollito azul

Cuando era pequeña había una moda, uno de esos rituales que se prolongaban en el tiempo sin razón filosófica aparente. Aquella moda consistía en que los padres regalaban a sus hijas escuálidos pollitos con sus raquíticas plumas pintadas de colores.

Un día mi tío, era verano, llegó a casa con una partida de esos politos que en nuestro caso eran rosas y azules. Mis primas y mis hermanas se pusieron muy contentas y enseguida amadrinaron a uno de esos bebés pollos que eran feos. Mi tío, al ver que yo no hacía ninguna algarabía, me dijo: “Ángela, hay un pollito azul que se ha quedado huérfano”. Lo miré, luego le dije a mi tío: “No me gusta. Me da tanta pena como asco”. Mi tío, que me adoraba, no dijo nada y dirigiéndose a mis primas y hermanas, que ya estaban jugando con sus respectivos pollitos, preguntó: “Un bebé pollito se ha quedado huérfano, ¿cuál de vosotras quiere adoptarlo?”. Una de mis primas levantó la mano y yo me sentí sucia y mala persona.

Los días se fueron sucediendo y ellas siempre estaban con sus pollitos a los que daban de comer y sacaban a pasear ante los aplausos de mis tíos. Yo me sentía sucia, ese sentimiento no me había abandonado, pero era libre. Al menos eso es lo que pensaba y me decía a mí misma: eres libre para irte a la playa, eres libre para hacer lo que te dé la gana. Era libre, pero estaba sola y me aburría mientras veía cómo ellas habían puesto nombre a cada uno de aquellos pollitos.

Un día me acerqué a mi prima, la que había adoptado al pollito azul que yo dejé huérfano, y le dije: “Prima, quiero recuperarlo”. Mi prima me sonrió: “Es tuyo; el tío lo trajo para ti”. A partir de aquel día volví a estar con mis primas y con mis hermanas y aunque no jugáramos a los juegos que a mí me gustaban, ya no estaba sola y aunque vivía atada a un pollito, sentirme parte del grupo al que siempre había pertenecido, me hacía sentir bien y ya no me acordaba de mi libertad ni de la pena y asco que aquellos pollitos me produjeron. De alguna forma ellos también formaban parte de mi familia.

Agosto se fundía con septiembre y nosotras sabíamos que el verano se acababa. Una mañana, la que marcaba la vuelta a la ciudad y a la cotidianeidad, al levantarnos vimos que los pollitos no estaban. “¿Dónde están?”, preguntamos. “Han vuelto a su casa, con sus papás”, dijo nuestro tío. “Pero si nosotras éramos sus mamás”. “No”, dijo mi tío. “Solo los habéis cuidado y ahora deben volver a su hogar”. Mis primas y mis hermanas lloraron. Yo no. Sí que recuerdo la de veces que maldije a mi tío durante todo el viaje de vuelta a la ciudad y recuerdo el sabor ácido de mis pensamientos cada vez que pensaba en el pollito azul

Pulsa para ver más contenido para ti