No es la primera vez, y me temo que no será la última, que trato de arrojar un poco de luz y contribuir a un debate que cada día que pasa me parece más necesario y al que se resisten como gatos panza arriba los poderes económicos y financieros. Hablo del debate sobre la necesidad de reformar a fondo un sistema bancario diseñado, de una forma obviamente injusta, para que las enormes ganancias de las entidades financieras vayan a parar a los bolsillos de sus accionistas y ejecutivos mientras que las pérdidas (que, cuando las hay, son también muy cuantiosas) corren a cargo de las arcas públicas. O sea, a su cargo y al mío, queridos lectores.

Estoy convencido de que una de las razones fundamentales por las que cuesta tanto abrir ese debate consiste en la deliberada oscuridad del lenguaje con el que los expertos se refieren a los mecanismos que rigen el sistema y a las decisiones que adoptan. Sus mensajes consiguen ser incomprensibles para cualquiera que no esté en el ajo y llevan a muchísima gente a desinteresarse por lo que se cuece en esos templos del dinero, que es de lo que se trata para actuar sin la fiscalización de la ciudadanía. Conviene, por tanto, hablar en plata.

Y en plata hay que abordar una noticia reciente que no ha llenado de griterío los platós televisivos y las tertulias radiofónicas y que, en la prensa, ha quedado relegada a las páginas de Economía, que no suelen ser las más leídas. Sin embargo, se trata de una noticia de extraordinaria relevancia: sin comerlo ni beberlo, los españoles debemos 35.000 millones de euros más que el mes pasado. Una cantidad superior a los fondos europeos que tendríamos que recibir este año para la reconstrucción después de la pandemia.

Esta broma pesada se la tenemos que agradecer a la banca y a los trucos contables que el entonces ministro del PP, Luis de Guindos, puso en marcha para liberar a los bancos de las funestas consecuencias de su mala gestión tras la crisis inmobiliaria del 2008. De Guindos, premiado luego con la vicepresidencia del Banco Central Europeo, inventó un artefacto al que llamó banco malo (aunque, como lo de banco malo se entendía muy bien, enseguida le cambió el nombre por el de Sareb, que queda más elegante). El artefacto servía para comprar activos inmobiliarios que estaban en poder de los bancos y habían perdido su valor, de modo que los balances quedaron limpios mediante el viejo sistema de socializar las pérdidas. Pero la brillante idea tenía una pega: si el banco malo era público, la deuda lo era también, y los hombres de negro vigilaban para que no se disparase. Solución: los bancos privados pusieron el 55% del capital y el Estado solo el 45. Así, la deuda no contabilizaba como pública.

Como el capital inicial de la Sareb era de 4.800 millones, los bancos pusieron unos 2.500… a cambio de deshacerse de una basura financiera e inmobiliaria que superaba los 50.000 millones. Un negocio redondo. ¿De dónde salió ese dinero? La Sareb acudió al mercado para endeudarse por un valor de 50.781 millones y, aunque su capital era mayoritariamente privado, el préstamo lo avaló el Estado en solitario. Como puede comprobarse, la generosidad pública con la oligarquía financiera es muy superior a la que se muestra con las familias en riesgo de exclusión.

A estas alturas, llevamos pagados unos 15.000 millones, de modo que quedan por devolver unos 35.000. Y es ahora cuando Europa ha puesto pies en pared y obliga a España a reconocer esa cantidad como deuda pública. O, dicho en plata, a las astronómicas cifras que costó el rescate de las entidades a punto de quebrar, se suman ya oficialmente esos 50.000 kilos. Rescate sobre rescate… la banca siempre gana.

¿Y qué ha hecho el Banco Malo con esos activos que compró tan generosamente? Pues, como su capital era «mayoritariamente privado», los banqueros lo han controlado y han obtenido pingües beneficios vendiendo bloques enteros de edificios a fondos buitre a precios de baratillo o explotando por medio de sociedades privadas un gigantesco parque de viviendas de alquiler. Lo que ha contribuido a elevar los precios hasta límites intolerables. Se me ocurre pensar que, si la deuda es pública y no puede obligarse a la banca a pagar su parte, las viviendas de la Sareb deberían ser también públicas y pasar a formar parte del parque de alquiler del Estado… pero, no sé por qué, me da en la nariz que eso no lo verán mis ojos. Pero no solo hay un banco malo, también hay muchos malos bancos. Los pensionistas han denunciado recientemente que las entidades financieras cargan comisiones en las cuentas que están obligados a mantener para cobrar su pensión. Comisiones que llegan hasta los 240 euros al año.

Y el colmo de la crueldad es que los propios bancos ofrecen la posibilidad de no pagarlas bajo determinadas condiciones (mantener un mínimo en la cuenta, domiciliar cierta cantidad de recibos, utilizar un número de veces la tarjeta del banco… o ser accionista de la entidad, entre otras). O, dicho con más claridad, los pensionistas que pueden librarse de pagar ese impuesto revolucionario son precisamente los que tienen mayor capacidad económica, de modo que los más vulnerables no se escapan de pagarlo y ven aún más reducidas sus ya reducidas pensiones, al paso que engorda la cuenta de resultados de su entidad financiera. Un ejemplo más de la benéfica labor social que desarrolla la banca, amparada por leyes y decisiones políticas a la medida de sus intereses.

Son solo dos ejemplos de las prácticas lamentables en las que incurre a diario nuestro sistema financiero. ¿Hace falta, o no hace falta abrir urgentemente un debate sobre su reforma?