Pase lo que pase el próximo martes en las urnas madrileñas, parece bastante difícil extrapolar un análisis de los resultados a lo que puede suceder en otras comunidades. Durante toda la campaña, la más que probable vencedora de las elecciones, Isabel Díaz Ayuso, ha tratado de establecer el hecho diferencial de Madrid, alargado tan hasta el extremo que le ha llevado a decir cosas tan absurdas como que si quieres, en Madrid no te vuelves a encontrar con tu ex o que algo tan banal como tomarte una caña alcanza en su comunidad (aunque realmente se refiere a su capital) el insólito grado de la libertad absoluta. Resaltar el perfil diferenciador de su comunidad no es una estrategia exclusiva de Díaz Ayuso. También lo hacen a menudo otros líderes, y no precisamente los considerados nacionalistas excluyentes, sino otros líderes que se creen que la política de sus Gobiernos es excepcional, diferenciadora, siempre excelsa frente a la de otros lugares. Lo hace Ximo Puig en la Comunidad Valenciana, lo hace Javier Lambán en Aragón, lo hace Alberto Núñez Feijóo en Galicia o Miguel Ángel Revilla en Cantabria. Cierto es que ninguno con la capacidad de rentabilizarlo tan bien como la presidenta madrileña.

Se da por hecho que Díaz Ayuso va a arrasar y que el PSOE se va a dar un batacazo. Todo está por ver, pero en el caso de que eso suceda, ni siquiera está muy claro que se puedan hacer lecturas en clave nacional. La campaña más emponzoñada de la democracia, en la que menos se ha hablado de programas y en la que los liderazgos de los partidos -por exceso o por defecto- ha primado sobre lo demás puede ser un mal auguro de lo que espera en sucesivas convocatorias electorales.

Tampoco se puede considerar que un éxito clamoroso de Díaz Ayuso o una estrepitosa caída de Ángel Gabilondo tendrían consecuencias inminentes sobre Pablo Casado en el PP ni sobre Pedro Sánchez en el PSOE. Pero les pondría sobreaviso. Eso sí, puede haber una consecuencia directísima de la que ya se habla: según la próxima ocurrencia tacticista de Iván Redondo, en función de los resultados y cómo evolucionen las relaciones cada día más enrarecidas entre el PSOE y Podemos, podría haber un adelanto electoral que hiciera coincidir las elecciones andaluzas con las nacionales.

Las encuestas dan por hecha la apabullante victoria de Díaz Ayuso, pero siempre hay espacio para la sorpresa, y en este caso aún hay incógnitas que despejar. La principal estriba en saber si será absolutísima o si su crecimiento será inversamente proporcional al de Vox. Asimismo, saber si la continua apelación a las emociones y la crispada campaña conseguirá movilizar a los votantes de la izquierda, lo que le permitiría todavía albergar una esperanza de sumar la mayoría. Y, por supuesto, todo dependerá de ese 5% de votos que permite a una formación entrar en el reparto de escaños y que en estas elecciones se antoja decisivo para configurar una u otra mayoría.

Más allá de eso, las elecciones de la Comunidad de Madrid, como hace dos meses ocurrió con las de Cataluña, son tan especiales que resulta imposible extraer una lectura en clave aragonesa. Ni Díaz Ayuso es Beamonte ni Gabilondo es Lambán. Pablo Iglesias solo hay uno y Mónica García es un fenómeno exclusivo de Madrid. En Aragón, solo Vox -con permiso de Ciudadanos- es la formación que más se parece a su dirección nacional , aunque sus líderes locales sean menos duchos en la retórica y les baste con replicar las peligrosas soflamas ultras que les dictan sus jefes estatales. Por tanto, ni un espectacular aumento electoral del PP, ni una debacle socialista, o un incremento del voto más extremado permiten intuir por dónde irán las cosas en Aragón en las elecciones. Y mucho menos cuando estamos todavía en el ecuador de la legislatura, aunque parezca que haya pasado toda una vida.

Es lo que sucede cuando una pandemia paró el reloj: que cada día se convierte en un bucle y hay un colapso informativo entre vacunas, curvas y cogobernanzas que impiden establecer una cronología coherente de los hechos que se suceden y de los que sucedieron.