La preocupación por el control de las emociones ha sido una constante en la historia de la educación. Antiguamente, el ámbito de las emociones formaba parte de la educación moral y su objetivo primordial era ofrecer a los alumnos pautas para asfixiar los impulsos emocionales por ser considerados contrarios a los arquetipos morales impuestos por la religión y por la cultura social. Freud introdujo un cambio profundo, ya que puso en un plano de igualdad los impulsos emocionales y las normas culturales. Como es bien sabido, aceptó que un yo saludable solo se logra cuando existe un equilibrio entre las tendencias contradictorias que provienen del superyó (las normas culturales y morales) y del ello (los impulsos primarios emocionales). Por ello, defendió que el ideal de la educación consiste en alcanzar el equilibrio entre ambas tendencias del ser humano (las emociones y la racionalidad). El cambio radical de los valores que trajo consigo el neocapitalismo posmoderno modificó ese ideal educativo, convirtiendo al niño en un potencial consumidor. Para lograrlo, la publicidad de la significación (Vidal, 2013), consistente en lograr que los consumidores concedan más importancia a la marca y a la imagen que la simboliza que a la calidad de la mercancía, maximizando el ámbito sentimental imaginario y minimizando la materialidad del producto, demostró que el procedimiento más efectivo para adherir incondicionalmente al sujeto al mundo imaginario de la marca es la manipulación emocional.

¿Educación o manipulación de las emociones?

¿Educación o manipulación de las emociones? ANTONIO POSTIGO

Ese movimiento inflacionario de la exaltación de los impulsos emocionales se puso de moda entre los psicólogos y pedagogos españoles a partir del año 1995 con la publicación en nuestro país del libro de Goleman, titulado Inteligencia Emocional. Desde entonces hasta hoy, han aparecido miles de monografías destinadas a divulgar las bondades de introducir en el currículum escolar esa nueva panacea, han crecido como las setas los expertos en inteligencia emocional y se han desarrollado centenares de cursos destinados al profesorado. Lo más sorprendente, al menos para mí, es que entre los defensores más acérrimos de este nuevo paradigma educativo, surgido en el oscuro mundillo de la publicidad salvaje, haya psicopedagogos que se habían caracterizado por luchar contra lo que ellos denominaban el neoliberalismo pedagógico.

Antes de continuar, quiero dejar claro que a mí me parece muy positivo que el nivel subconsciente de la personalidad haya tomado carta de naturaleza en los currículos escolares mediante el énfasis de la educación emocional. Lo que no me parece correcto es que se haya impuesto basándose exclusivamente en los descubrimientos de lo que ahora se denomina Neuropedagogía, que no es nada más que una simplista aplicación al ámbito educativo de la Neuropsicología, descontextualizada de las condiciones materiales en que la educación institucional se desarrolla y olvidándose de que la cultura escolar, tal y como han demostrado la mayoría de los sociólogos, pero sobre todo Bourdieu y Passeron, es una reproducción de los valores sociales hegemónicos de cada país y de cada momento histórico. O dicho de otro modo: lo verdaderamente preocupante es que todo el discurso teórico se ha centrado en la superestructura, olvidándose de la estructura que le sirve de base: características materiales de los centros, condiciones laborales, estatus profesional, experiencias de los docentes, legislación, presión política gubernamental, etc. Desde mi punto de vista, ese enfoque posee una serie de inconvenientes que intentaré sintetizar lo más claramente que me sea posible, apoyándome en el excelente trabajo de los chilenos Cornejo, Vargas, Araya y Parra (2021).

Al haber reducido lo emocional a un conjunto de competencias individuales, quedan desatendidos una serie de elementos clave, dependientes de las condiciones de trabajo y de los contextos sociopolíticos en que se desarrolla la emocionalidad. Ese olvido interesado de las dimensiones socioeconómicas y políticas legitima una perspectiva idealista, romántica y en cierto modo inexistente de las experiencias emocionales. A su vez, ese planteamiento reduccionista posibilita que el trabajo docente sea considerado como el dominio de un conjunto de competencias que pueden y deben ser aprendidas, culpabilizando al profesor cuando no se logran los objetivos propuestos por los expertos. Asimismo, se acepta la existencia de una dicotomía entre emociones positivas y negativas, intentando demostrar que dependen del funcionamiento cerebral cuando en realidad esa valoración depende de los contextos sociohistóricos y de las relaciones sociales en que emergen. Se priorizan las emociones orientadas al mayor rendimiento individual y al logro de objetivos medibles, olvidándose del poderoso efecto que en la configuración y en la patologización de las mismas tienen las relaciones de poder y las reglas culturales. Por otro lado, esa concepción individualista de las emociones genera un mercado de capacitaciones emocionales (coaching) estandarizadas que patologiza a quienes no regulan sus emociones de acuerdo a los estándares y protocolos que marcan los nuevos expertos en subjetividad y autoayuda, tales como asesores, terapeutas y conductores espirituales. Pero lo más peligroso de este nuevo movimiento educativo es que su objetivo supremo sea la reprogramación del subconsciente del alumnado (Pérez Gómez, 2018), empleando unas estrategias pedagógicas semejantes a las utilizadas por los técnicos de la publicidad de la significación y sin antes haber consensuado democráticamente cuáles son los valores deseables.