Derramó el té sobre la mesa y lo hizo para llamar la atención y así, una vez que todos los allí reunidos hubieran detenido sus pupilas sobre él, comenzaría con el juego de la provocación que manejaba a la perfección y del que se consideraba un sabio por su talento natural y por la forma en que su padre le enseñó desde niño a no pasar inadvertido. Le explicó que en cada velada tenía que convertirse en el castigo de todas las palabras que sonaran huecas y viejas y añadió que, aunque las suyas fueran las más huecas de todas, tendría que trabajar para que eso nadie llegara a percibirlo, porque él sabría vestirlas con gesto de verdad y retórica de historia revolucionaria.

Había leído a los clásicos, o eso decía, y en los rusos percibió que el don de los hombres excepcionales consistía en dar y recibir y en calentar hasta con el propio hielo lo que era una metáfora oscura de la vida. Aquel día, cuando el té se derramó sobre el mantel, nadie giró sus pupilas hacia él y eso hizo que se incomodase, porque en su retórica de esa tarde quería confundir a aquellos hombres con el precio de la muerte, cuando es la muerte de los otros de la que estamos hablando y no se trata de una muerte física, sino de una muerte de deterioro y abandono en la propia vida.

Pero los hombres, que lo habían invitado a la velada por la fama que le precedía, ignoraron su presencia y cuando el té se derramó solo uno de ellos suspiró y dijo: «Cuando jóvenes el peligro al que nos sometemos una y otra vez es a errar en el amor y amar mal y a quien no se lo merece o a quien no merecemos. Esperemos que la vejez nos dé el aliento de un amor sincero». Nuestro muchacho sintió un escalofrío y miró a aquel anciano, del que le habían hablado, y pensó que sus palabras no estaban huecas ni eran viejas y eso lo desarmó porque intuyó que su discurso era endeble y comprendió que no era nadie excepcional, aunque tuviera que parecerlo, y en ese instante se vio sujeto a su fama que poco tenía que ver con él y que era algo así como una piedra a la que se había atado en un lago helado y profundo del que no podía salir, como rehén que era de su propia vida.

Le ofrecieron té de nuevo y él negó con la cabeza, no lo pudo hacer de otra forma porque las palabras no llegaban a su boca: lo habían abandonado en una deriva que él mismo había ido construyendo a través de tantos espejos que en ningún reflejo podía reconocerse. El anciano le preguntó si le sucedía algo y él negó con la cabeza y en su silencio se fue desnudando de todas y cada una de las capas con las que se había ido disfrazando para alcanzar una gloria que no era más que un infierno en vida del que, por mucho que se desnudara, ya no podría liberarse.