El miércoles me fui a Madrid en el tren francés barato. Viaje impecable, puntualidad británica, asientos cómodos (me tocó en el piso de arriba, encima. Y me hizo mucha ilusión). Todo muy bien. Excepto por una señora que se sentó a mi lado, y nada más empezar el viaje, se quitó la mascarilla, la dobló cuidadosamente, se la metió en el bolsillo y sacó una bolsa con un bocadillo. Y se pasó quince minutos comiéndoselo con toda tranquilidad.

Señores de Ouigo: esto hay que regularlo. No se puede ir en un vagón hasta arriba de gente con personas que se quitan la mascarilla porque están comiendo. Ni siquiera debería estar permitido comer. Yo no le dije nada porque la gente que hace esas cosas (quitarse la mascarilla con dos huevos en un sitio público y cerrado) no está muy bien de la cabeza, y no sabes cómo te va a responder. Y porque, además, yo no soy interventora de tren, ni guardia jurado. Si hay alguien que hace lo mismo, y está leyendo esto, que sepa una cosa: es usted lo peor. Por eso que hace, se merecería contagiarse, pero yo no. ¿Cómo se puede ser tan impresentable?

Y otra cosa. En el viaje de vuelta, el jueves, llegamos a Zaragoza a las 22,15 horas como un clavo. El tren, de nuevo, a tope. Pues bien: ni un taxi en la parada. Ni uno. Larga cola de gente, y un goteo de coches que iban llegando con desgana. Noche del jueves en la quinta capital de España, en la estación de tren, y sin servicio de taxis. La imagen era lamentable. No sé a quién se le está escapando algo, pero si los taxistas quieren trabajar, si hay pasajeros para usar el servicio, ¿quién tiene la culpa del desabastecimiento? Porque los viajes desde Madrid se han vuelto muy populares. A 9 euros trayecto, normal.