Los recientes asesinatos de mujeres en Valladolid y Salamanca, nuevas y penúltimas víctimas (pues en cualquier momento puede producirse otra) del crimen de género, han vuelto a disparar todas las alarmas, sin que en ningún momento, ni ayer, ni hoy ni mañana acertemos a ver el final de este oscurísimo túnel.

Acuchilladas, destrozadas a golpes, a martillazos, asfixiadas o ahogadas con las manos, arrojadas al vacío por balcones y ventanas o lanzadas al mar, heridas de muerte a tiros, atropelladas, degolladas, mutiladas, desmembradas... La estadística y los modos de operar del crimen de género en España nos causan un terror cíclico, pánico, previamente establecido sobre las amargas bases de la impotencia y la incomprensión.

No solo en España se expande esta pandemia homicida. En otros países europeos, como, por ejemplo, Francia, la agresión letal contra las mujeres, por parte, generalmente, de sus parejas, es asimismo muy alta.

Si esto sucede, y lo sigue haciendo sin visos de solución en la Europa llamada civilizada, ¿podemos siquiera imaginar lo que en este capítulo del maltrato está pasando en África?

Declaraciones de jóvenes subsaharianas desembarcadas en pateras en las costas españolas han puesto el dedo en la llaga, el índice acusador, en el machismo imperante en sus respectivos países como causa de su emigración forzosa. Huyendo de sus familias, pueblos y naciones, miles de emigrantes escapan también de una posible muerte a manos de hombres que se consideran dueños de sus vidas.

De Marruecos a Malí, de Siria a Irak, de Argelia a Irán, de Mauritania a Senegal, la supervivencia de todas esas mujeres que ansían huir, puede que en su conjunto decenas de miles, millones de ellas, está amenazada por las sociedades machistas. Porque el acendrado machismo africano y oriental sigue marcando la infancia y adolescencia de sus ciudadanas. Desde el ritual de la ablación hasta la costumbre de acordar el enlace matrimonial al margen de la voluntad de la novia, la cotización de las jóvenes de estos países no supera a la de un animal doméstico. Bestias de carga muchas ellas, sin posibilidades de recibir una educación y labrarse un futuro, son tratadas sin el menor derecho ni estima, como si solo hubieran nacido para servir y satisfacer al hombre.

Hay que seguir luchando.