Lejanos ya los tiempos en los que el monarca era dueño y señor tanto de las tierras como de sus siervos, en los que por designación divina asignaba tierras y bienes por derecho de conquista o simplemente por el de ocupación, a día de hoy sufrimos un anacronismo que, aunque aparente ser diferente, proviene de la misma fuente de Derecho.

Me refiero al derecho estatal –hoy no podríamos hablar de real– a los bienes mostrencos, aquellos que por dejación u olvido de sus anteriores propietarios están en una situación de limbo legal. No están al corriente de sus obligaciones tributarias y más suponen un muerto, recurriendo a términos actuales, que un bien de uso y disfrute.

Hace bien la DGA en reivindicarlos como propios allá donde llega su jurisdicción. No se puede permitir hoy en día que dichos bienes supongan una rémora en el desarrollo rural, una más, tanto por lo que no hacen –generar riqueza– como por lo que hacen, mostrar dejadez, desidia y abandono en un medio sobrado de todo ello.

Importancia colectiva

No soy ducho en Derecho, pero creo que es de justicia acercar dichos bienes a quienes debieran disfrutarlos en vez de sufrirlos. Son generalmente de pequeña cuantía y tamaño. Poca importancia individual, pero mucha colectiva teniendo en cuenta su elevada cantidad.

Pero la cuestión que yo planteo es la siguiente: ¿Si para el Estado cada uno de los bienes es de importancia nimia, algo que retrasa hasta últimos lugares de la acción política su resolución, son realmente importantes para la DGA? ¿Es importante para la DGA un pequeño inmueble en inminente ruina cuyos propietarios, a veces seis u ocho biznietos de la última persona que testó, que no están al corriente del IBI, cuyo paradero desconoce el ayuntamiento y de los cuales solo uno de ellos es conocido en el lugar, incapaz de resolver los entresijos legales que todo ello conlleva? ¿Es importante para la DGA el pequeño pico de un campo en monte o regadío cuyo propietario se lo cedió en los años cincuenta a su hija que emigraba a la ciudad para que no perdiera su vinculación con el pueblo, y que, por supuesto jamás se cultivó? Estos bienes suponen actualmente un gran lastre y dan una apariencia de abandono incluso superior al real.

En mi opinión, el problema no se va a resolver porque el expediente duerma en un cajón del Pignatelli en vez de en Madrid. No quiero con ello decir que la DGA no deba reivindicarlos, pero no simplemente para sí.

El municipalismo, una de las víctimas políticas de los últimos tiempos, si por algo se caracteriza, y cada vez más, es por representar los problemas de cada día, los problemas de proximidad de la ciudadanía en contraposición al macroproyecto estatal e incluso supraestatal. El dimensionamiento de la política municipal es quien consigue que el ayuntamiento sea la institución más idónea para estructurar y programar ese día a día que, en su ausencia, hace que el pequeño problema crezca, sea insoluble y termine convirtiéndose en mal estructural, si no en drama de Estado, como es la desertización poblacional.

Bien es cierto que la gran ventaja del municipalismo –su proximidad– puede en algunos casos ser el gran problema. Quien firma las resoluciones municipales es tu vecino, quien está en la fila del supermercado cuando compras o te tomas algo en el bar.

Por ello, entre otras muchas razones, existen las diputaciones provinciales, verdadero ayuntamiento de ayuntamientos. En ellas debe recaer el trabajo para la resolución de los problemas del municipio que, por diversas razones, trasciendan el ámbito de lo municipal al verse afectados por cuestiones de tipo personal o de competencia directa. Deberán afrontar la estrategia de la lucha contra la despoblación, verdadero quid del inmediato futuro rural, pero contando con las suficientes armas. Armas como las legales o las económicas. Una estrategia de ámbito estatal que facilite, que más bien obligue a los ayuntamientos a solucionar los problemas generados con los «mostrencos», pero también con las energías renovables, con las comunicaciones de cercanías –véase el tren–, solucionaría parte del camino que se debe recorrer hoy con más urgencia que nunca.

El tejado del Estado

No nos olvidemos que a todo ello habrá que sumarle la estrategia económica que ya apuntaba en otro artículo y que en estos momentos no es otra que el uso transformador de las energías renovables en origen. Cierto es que el transporte y el uso de la energía corresponden a un sector estratégico de ámbito estatal. La pelota está pues en el tejado del Estado. Puede optar por facilitarla a quienes más tienen o usarla en origen. ¿Cómo? Puesto que es ineludible la reordenación de la red eléctrica por completo en los próximos años, se pueden construir megaautopistas eléctricas para quienes ya se llevan todas las materias primas o, por el contrario, diseñar un transporte y consumo en cercanía para fomentar una transformación en origen de dichas materias primas, que incluya los «megawatios». No olvidemos el impacto ambiental comparable o incluso superior de la red respecto a los parques.

Siendo este un asunto transversal, yo espero que, si hay organizaciones sociales o políticas, que realmente, y no solo de cara a la galería, apuestan por la supervivencia del medio rural y su desarrollo, sumen sus fuerzas para lograr el objetivo.

(*) Farmacéutico