Aquel fatídico 17 de julio de 1936, en la ciudad de Melilla, se produjeron las primeras acciones de los sublevados militares (que en apenas unas horas se propagaron por todo el Protectorado español de Marruecos) contra el gobierno del Frente Popular de la República, dando origen a la guerra civil, los 3 años más terribles y dolorosos años (1936-1939) de la historia reciente de España. Unos sucesos que, por trágicos y determinantes, siguen aún muy vivos en la memoria colectiva de la nación, habiendo dejado un rastro de cicatrices y de heridas todavía abiertas, cuya sanación requiere de una necesaria y serena sensibilidad social, como punto de partida indispensable para abordar, desde la justicia y la historia, aquel terrible episodio.

Pertenezco a la generación de la Transición y también a la recientemente denominada de los 'boomers' (desafortunado, por cierto, y hasta denigrante término que merece por sí un artículo aparte) es decir la de los millones de personas que nacimos durante el 'baby boom' de los 50 y de los 60, cuando España necesitaba de población y los gobiernos de Franco promocionaron –como otros presidentes de la democracia han hecho– el fomento de la natalidad.

"Que no veamos otra"

Para los jóvenes de mi época la guerra civil (incluso en la escuela) estuvo ausente de nuestras vidas. Y nuestros padres, a pesar –o precisamente por ello– de haberla vivido, padecido y sufrido prefirieron no contarnos nada –o muy poco– sobre ella: «y sobre todo que no veamos otra», concluían cuando mencionaban alguna, siempre breve y concisa, historia sobre ella.

Pero lo que más agradezco a mis padres es el no habernos jamás inculcado a sus hijos ni el odio ni el rencor hacia quienes en la guerra estuvieron en el bando opuesto. Juntas las familias españolas sufrieron los embates, los devastadores efectos que las batallas repercutieron entre la inocente población civil, y juntas llegaron (habiendo dolorosamente dejado a centenares de miles de personas muertas en el camino) vencedoras y vencidas, los que se quedaron y los que se tuvieron que marchar, a aquel 1 de abril de 1939 en que –aunque el bando de Franco así lo anunció– no supuso el final de la guerra, sino el comienzo de un estremecedor, tortuoso y largo camino hacia la paz.

Por eso, tras la muerte de Franco en 1975, la proclamación, el 22 de noviembre de aquel mismo año, de Juan Carlos I, posibilitó el pacto entre las partes enfrentadas durante la guerra civil, las cuales diseñaron (en unos difíciles momentos, acentuados por las matanzas y graves atentados perpetrados por la organización terrorista ETA y por grupos de extrema derecha) el modélico camino que España siguió hacia la Transición, el cual culminó, tras ser aprobada en referéndum por todos los españoles, el 6 de diciembre de 1978, fecha en que fue aprobada la Constitución de 1978.

Desesperanzador

En la actualidad, España (al igual que el resto de países de Europa y del mundo, debido a la pandemia de covid-19) vive momentos convulsos, marcados por una acentuada crispación política pero que, a pesar de asuntos claramente internos (como es la del nacionalismo vasco y catalán) también es reflejo de la inestabilidad que se vive a nivel mundial. Por ello resulta anacrónico y desesperanzador que los partidos políticos españoles, en vez de velar por el bien común del conjunto de la ciudadanía, actúen más en favor de sus propios intereses. Solo así se entiende que se hayan recuperado los términos «fascistas» y «rojos» que se emplearon en la guerra civil, con la finalidad de etiquetar, señalar y denigrar a quienes manifiestan ideas distintas.

Este fenómeno está suponiendo una tóxica deriva que daña gravemente la convivencia y el estado de bienestar que hicieron posible nuestros padres y abuelos tras la guerra, pero también la generación a la que pertenezco y nuestra juventud actual, la cual merece un futuro, laboral y personalmente, aún más digno y mejor del que, a pesar de la crisis, tenemos la fortuna de disfrutar.