Estos días estivales de calor sofocante me refugio en cuanto puedo en la piscina, refrescándome nadando a braza o a espalda, a mariposa incluso, echando carreras y largos con mis chiquillos de lado a lado. Nos embarga el espíritu olímpico y nadamos en pos de la efímera gloria personal. No importa realmente quién gane, importa disfrutar del baño y del juego. Luego nos tumbamos al sol, para broncearnos o dorarnos, según la clasificación que hayamos obtenido en suerte. No se me ocurre mejor lugar para recibir una medalla o un premio que la piscina, puesto que el encontrarte en ella supone un premio de por sí: viene a ser como el descanso del guerrero, o del cuentista, o de lo que sea cada uno. Me viene a la mente el recuerdo de cuando Michael Caine ganó su primer Óscar como actor de reparto por la película Hanna y sus hermanas, de Woody Allen. No acudió a la ceremonia (fue el único de los cinco actores nominados que no se presentó; los cuatro perdedores encajaron la derrota olímpicamente) y mandó un vídeo de agradecimiento en el que se veía en una gran piscina (olímpica, seguramente); desde allí se excusó por no poder asistir a la gala al estar trabajando en Tiburón 5. Sí, Tiburón 5 (película fácilmente olvidable, pero con lo que cobró con ella el actor se compró una casa, y esa casa no la olvida, no). Ese momento mítico se me quedó grabado a fuego; creo que resume certeramente la carrera de un artista: no puedes ir a la ceremonia donde recibes un gran reconocimiento al encontrarte trabajando en una obra de dudosa calidad. Pero lo importante es trabajar, que cualquier carrera es una carrera de fondo, y se trata de disfrutar en el trayecto, lleguen simas, valles o montañas. Al fin y al cabo, el poder dedicarte a lo que te gusta y te apasiona es toda una suerte, participes en una obra maestra o en Tiburón 5

*Escritor y cuentacuentos