Uno de los escenarios en que nos sitúa nuestro tiempo, querámoslo o no, le nombremos de un modo u otro, es el de la necesidad, casi imposición, de vernos obligados a explorar la complejidad casi infinita de las cosas, los hechos… las personas. A diario constatamos esa creciente complejidad de nuestro mundo, cuyos vertiginosos cambios nos llevan a escenarios sociales, pero también personales, de una incertidumbre teñida de cierta desesperanza. A este respecto, si bien es verdad que las enseñanzas de la filosofía occidental y la oriental no siempre han recorrido los mismos caminos, entre las lecciones que una y otra nos han regalado está la de mostrar cómo todo pensamiento y acción tienen un correlativo opuesto y que ambos unidos por una dialéctica, no siempre evidente, se agudizan y espolean recíprocamente. No, nada hay sin su contrario.

Este insuficiente pero necesario reconocimiento de la realidad sirve, al menos a mí, de apoyo para descifrar algunos de los intrincados acontecimientos a los que tenemos que enfrentarnos. Si a ello sumamos el hecho de que todo ocurre y se sucede con gran urgencia, el resultado es que nuestra vida transcurre bajo la dictadura del instante con sus consecuentes trampas. En ese escenario, dada la humana necesidad de hallar sentido a las cosas y las situaciones, nuestra actualización ha de ser constante y tan rápida como los propios acontecimientos. Y esto que por supuesto es así en lo tecnológico arrastra todo lo demás: lo económico, lo social y ¡cómo no! lo individual. En mi opinión, efecto de ello es la confusión paralizante en que nos encontramos hoy, y cuando digo nos me refiero a algo más grande que nuestro país, me refiero a Europa, me refiero a Occidente.

Basta pensar en Afganistán como ejemplo de ello, pero habría más casos, tan dolorosos como ese. Como buenos cartesianos (y lo son incluso aquellos que no han oído hablar de Descartes o que lo mantienen en el olvido) llegamos a dar por hecho que nuestra razón, la razón occidental e instrumental era la única correcta y por tanto la única y suficiente capaz para ordenar y organizar el mundo. Sin embargo, cada vez parece más claro que ello no era tan evidente como creímos.

El mundo sigue sin ser tan lógico y racional como algunos describieron y prescribieron. Más bien parece que aquello de las pasiones que algunos nos enseñaron, Pascal entre otros, no debe perderse de vista, y con ello la constatación de que el ser humano es falible, intrínsecamente contradictorio y muy a menudo condicionado por razones que la razón no logra entender y la confirmación de que la economía sigue sin serlo todo, sobre todo en lugares donde la fe (la que sea) sigue pesando en la motivación de las personas.

Con esta tesitura, más endiablada incluso que la de otros momentos no lejanos, me viene a la cabeza el título de un ensayo de Karl Popper titulado Contra las grandes palabras. Y es que últimamente, visto lo visto y oído lo oído, huyo de ellas como de la peste, pues creo que la retórica vacía y grandilocuente en la que algunos tan bien se desenvuelven solo está contribuyendo a que el claroscuro en que vivimos degenere en tenebrismo y yo, desde luego, me quedo con el primero.