Hace cosa de un año, ya me ocupé públicamente de este asunto, sobre el que vuelvo en términos similares porque apenas han variado las circunstancias. Probablemente han empeorado.

Ya no puedo recurrir a doña Soledad cuando noto cierta confusión existencial. Hoy me la causan la épica del virus coronado y la ley de libertad, o de libertinaje, e igualdad sexual. En mi lejana juventud, mi añorada maestra Dña. Soledad me ayudaba a resolver. Mujer inteligente, maestra en la escuela pública que sabía educar con afecto, cariño, respeto y disciplina, indicándonos en qué condiciones debíamos llegar a nuestra casa.

Amargura vengativa

No quisiera que se me interpretara desde la amargura. No la siento. Sería expresión de pensamientos vengativos, de una enfermedad espiritual que, además, se transmite y heredan las generaciones posteriores, a las que deja secuelas físicas y psicológicas. La amargura vengativa crea un desequilibrio químico sobre el estómago y eleva la presión sanguínea. La mente se estanca. Llega el insomnio, acusado en el rictus de la cara, con gestos de enfado e irritación permanente. Les ocurre mucho a quienes viven en la desvergüenza de no cumplir con las normas que regulan obligaciones y deberes. Es un dolor que nace de lo injusto.

 Zapeo en una TV «inteligente», regalo de mis nietos. Advierto que departen, aquí y allá, personas a quienes presentan como presidente y ministros/as del Gobierno. ¡Qué cosas oigo y veo! Su forma de hablar, sin pausas; contenidos chocantes, por el fondo y por la construcción gramatical; y, sobre todo, los gestos, tan reveladores. Nunca los hubiera aceptado mi maestra. En la escuela pública de entonces, las reglas de urbanidad eran básicas, incluso para las poesías del mes de mayo.

 Estos parleros (y parleras) del Gobierno en ningún momento desarrollan conceptualmente una idea (no tienen, obedecen órdenes). Es un entontecedor bla bla bla. Hay detalles que puedo analizar por el aprendizaje obtenido de mis maestros de la Facultad de Medicina: me enseñaron hacer buenas historias clínicas, a comprobar en la fisonomía de los pacientes ciertos rasgos, incluidos los que podían delatarlos como coléricos, o como dóciles palomas de vuelo corto que picoteaban en falso y alardeaban de ello. Cierta tensión palpebral, nariz con dilatadas coanas nasales, señal de respiración fuerte y ansiosa, frecuente y desagradable parpadeo escondiendo parte de los globos oculares. Estudié que el ceño fruncido cubría la frente de surcos cutáneos trasversales e irregulares, signo de agresividad contenida.

Apariencia

No me ha sido posible encontrar con estos fenotipos algún signo o perfil de benignidad o de talento. Sí indicios típicos de tibieza y terquedad; de carácter obstinado, penetrante, sin bondad, sin calor, de sumisión a la autoridad competente que premia a los lacayos. De fidelidad sin ternura, ceremonial, donde los vicios, las pasiones y las intrigas se disimularán sin huella en el semblante. No importa cuántas veces modifiquen su apariencia, siempre mantendrán su misma condición. Parafraseando a Erasmo de Rotterdam, en su 'Elogio de la locura', dedicado a Tomás Moro, podría decirse: «Si, por casualidad, alguna persona quisiese ser tenida por sabia, sin demostrarlo, solo conseguiría ser doblemente necia (...) Ciertamente, duplicará su defecto aquel que en contra de la naturaleza desvíe su ideología y plagie el aspecto de su aptitud (...) del mismo modo que, conforme al proverbio griego, 'aunque la mona se vista de púrpura, mona se queda'».