Como apóstata en activo y con las excepciones que marca la regla, tengo la misma opinión de todos los responsables, de todas las religiones que intentan convencernos de «su paraíso».

No creo que nadie ignore el escándalo que se ha producido después de conocerse las cifras sobre abusos sexuales a menores, desde 1950, por parte de sacerdotes católicos en Francia. Durante dos años y medio ha trabajado en ello una comisión independiente, por encargo de la propia Iglesia francesa, para llegar a la conclusión de que al menos 216.000 niños y niñas padecieron esas odiosas prácticas, ejercidas precisamente por los encargados de educarlos y prevaliéndose de su posición de superioridad. La cifra es brutal, pero aún lo es más la conclusión a la que llegan los investigadores: nunca se sabrá, reconocen sin reparos, cuántos menores fueron víctimas de esos depredadores con sotana y alzacuellos. Los 216.000 son los que han tenido el coraje de contar su caso a la comisión, pero es seguro que muchos más no lo habrán hecho por múltiples (y comprensibles) motivos. Y, al buscar información sobre otros países para documentar este artículo, he llegado a la misma conclusión que ellos. Nunca sabremos cuántas vidas han destrozado desde la infancia para satisfacer una sexualidad enfermiza, degenerada y probablemente fomentada por esas visiones del sexo como pecado y la castidad como virtud, que predica la Iglesia Católica.

Secreto y silencio

No lo sabremos, en primer lugar, porque durante muchísimo tiempo la jerarquía eclesiástica protegió con su secreto y su silencio a sus numerosos pederastas. El presidente de la comisión francesa asegura que, hasta comienzos de los años 2000, han constatado una indiferencia profunda y cruel ante las víctimas. «No se las cree, no se las escucha, se considera que pueden haber contribuido a lo que les pasó», dijo al presentar su informe.

Y no lo sabremos porque en países tan católicos como España, Italia o Portugal, la Iglesia sigue callando y protegiendo a los suyos: se niega en redondo a abrir una investigación similar a la de Francia y a las de otros países, como Estados Unidos, con resultados aterradores en todos los casos.

Hyde

Pero, a pesar de esa complicidad de la cúpula eclesiástica, también en España y en Italia, que yo sepa, se han hecho estudios (periodísticos, en este caso) y sus resultados van en línea con los de las comisiones oficiales, resultados terribles y proporcionales al peso social que en cada país tiene el catolicismo y, en especial, la enseñanza religiosa. Precisamente el terreno en el que se produce la inmensa mayoría de los abusos.

Viendo esos datos, a veces me pregunto cómo es posible que tantos padres españoles (y no solo españoles) insistan en llevar a sus hijos a colegios religiosos y en elegir a curas y monjas para que los eduquen, después de conocer el alto porcentaje de pederastas que se da en ese gremio.

Ya digo, no sabremos la cifra exacta de los abusados y de los abusadores pero sí que podemos decir sin temor a equivocarnos, que multiplicaría las que ya conocemos. Espero que los obispos no ignoren la opinión de Jesús de Nazaret sobre esa clase de personajes, tan abundantes entre sus sacerdotes, porque la recoge el evangelista Lucas: «Más valdría que les ataran al cuello una piedra de moler y los precipitaran al mar, antes que escandalizar a uno de estos pequeños». Seguro que no la ignoran, pero lo disimulan.

Y lo disimulan por una razón muy sencilla: su poder se vería seriamente menoscabado si reconocieran que los abusos a menores no son la excepción de unas cuantas manzanas podridas, sino que es algo generalizado allí donde la Iglesia Católica está bien asentada, un fenómeno estructural hipócritamente amparado por la jerarquía. Al final nos topamos con lo de siempre: el poder. Que tiende a abusar económicamente, políticamente… o sexualmente, y a silenciar a quien denuncia esos abusos.

Rosario de perversiones

Lo ilustra bien la coincidencia de este informe de la comisión francesa con las revelaciones periodísticas sobre el entramado de empresas opacas en paraísos fiscales de los Legionarios de Cristo que, no por casualidad, se puso en marcha cuando salió a la luz el rosario de perversiones a las que se entregó, primero, el fundador de la organización y luego sus dirigentes. Perversiones que contaron hasta hace poco con la cobertura del Vaticano, protector durante mucho tiempo de aquella cuadrilla de depravados que tantos fieles acarrearon, sobre todo en Latinoamérica. Ya saben: más fieles igual a más poder.

Y lo ilustra lo que ocurre en España donde, como ya he dicho en otras muchas ocasiones, los numerosos dirigentes políticos católicos, tanto da de derechas o de izquierdas, permiten mantener a la Iglesia unos privilegios que serían inconcebibles para otras organizaciones. Desde la generosa financiación con dinero público a las exenciones fiscales, desde la peculiar manera de proteger el adoctrinamiento católico en las escuelas públicas hasta el concordato preconstitucional, que todavía hoy sigue vigente sin que nadie haga mención seria de denunciarlo o derogarlo.

Y eso que la Carta Magna establece, en su artículo 16, la separación entre Iglesia y Estado... el poder, ya les digo.