Salí de la tumba una noche más y con mi caminar vacilante y desmañado me dirigí hacia la mansión donde vivía mi familia. La luna llena me observaba en silencio mientras avanzaba, en tanto que el viento invisible besaba levemente mis grises huesos. Con su presencia por toda compañía fui dejando atrás el cementerio y me interné en el solitario sendero. Me encantaba pasear de noche: era de lo poco que todavía podía hacer. Por el día me era imposible: los niños se reían de mí, los ancianos me llamaban «Muerte» y los jóvenes «Montón de huesos». Nadie parecía darse cuenta de que, al fin y al cabo, dentro de ellos vivía alguien muy parecido a mí. Suspiré y seguí caminando. Al poco, recortándose contra el cielo, vislumbré mi mansión y aceleré mi deambular. Había luz en las ventanas. Como siempre, mi familia esperaba ansiosa mi llegada. Llegué presuroso al portón de la entrada y llamé golpeando con la aldaba un par de veces. La puerta se abrió al instante y el rostro sonriente de mi mujer me iluminó. «Pasa, cariño», me dijo con voz afable, «Tus hijos te están esperando». Traspasé el umbral con inevitable parsimonia y les saludé a mis dos hijos con la mano. «Hola, papá», me dijeron a la vez. Les acaricié sus cabellos con mis deslucidas falangetas y me senté en mi sofá favorito. «¿Cómo estás?», me dijo mi mujer, «¿Te encuentras bien?». Asentí con la cabeza. No podía hablar, pues no tenía lengua, pero tampoco echaba de menos el habla. No hacía falta que les dijera con palabras lo mucho que los quería. Ellos lo sabían perfectamente. Sí que los podía ver, pero con el ojo del alma; mis cuencas estaban vacías. Y también les podía oír. Y eso era lo que iba a hacer ahora: escuchar lo que habían hecho durante todo el día, mientras yo descansaba. Y les iba a escuchar estando con ellos. Estando con ellos. Eso era lo importante. Lo más importante. Aunque estuviese muerto.