No sé a usted, a mí cuando me mentan eso del Orgullo Rural me da por imaginarme encima del remolque del tractor al Pancracio luciendo magra con tanga de cuero y a la Hermenegilda con el pavo glugluteando sobre el moño y los tacones en lo alto. Nada de eso. Ni una miaja de fiesta. Todo el mundo al tajo y a la faena. Ese 16 de noviembre que han apellidado así, del Orgullo Rural, en los pueblos nadie salió a romperse el pecho a golpes de lo contento que estaba de serlo.

Esa jornada sí hubo mucho bombo en medios y cónclaves de expertos para narrar las verdades de la despoblación. Está bien que se hable de la realidad. Algunos dicen que está de moda. ¿Saben desde cuándo se desangran los pueblos? Miren cifras. Pues desde finales del siglo XIX se pierde gente hacia la ciudad. Más que un trending topic es una urgencia en un proceso que parece irremediable, sistémico.

El día 16 de noviembre, qué curioso, también fue el Día del Flamenco. El del cante del Camarón no del bicho. Campo y flamenco son uno en el Cabrero, Don José Domínguez Muñoz. Castigado a la pobreza por el poder del señorito, con rebaños desde los ocho años por hambre y por pasión. Dejó una fama ascendente de escenario por Elena, el amor, y la libertad y calma de las cabras.

Una vez dijo que sus libros fueron los viejos en la tasca. No lee poesía, la escribe a golpe de garganta. Su voz es única, no solo por el tono y el timbre, sino porque rabia a la lucha de jornaleros, pescadores, el metal de Cádiz, de las llagas en las manos de tanta azada, lo que vio y ve, no calla pese a que no le gusta mucho hablar. Hay que escucharle. Es sabio de vida.

A los cabreros no se les invita mucho a los foros de expertos. Esos quedan para analistas de todo que amueblan su vaciada casa de la urbe, trajeados de la capital que piensan que el sol se apaga por la noche o no saben a qué huele un bus de línea. Siempre lejos de la gente. En esas reuniones hay también quienes saben qué es tomarse un café con leche en el bar de la plaza. No seamos populistas. Pero cabreros, pocos.

Estos suelen estar trabajando y tienen poco tiempo para mesas redondas o cuadradas. Una lástima, porque quizá son a los que más hay que escuchar, a esos sabios de la barra del Cabrero, a la gente realmente orgullosa todos los días, no uno, de su tierra, de la casa que no cayó, de la familia que no emigró, de un esfuerzo y condición del que empiezan a ser conscientes como voz única, de reivindicación ante el desequilibrio con la ciudad. Esos que cada cuatro años también votan.