En un Estado democrático pleno la Administración de Justicia debería ser ejemplar y los jueces absolutamente independientes y libres de cualquier sospecha; pero en España, algunos jueces ni son ejemplares ni son independientes. Además, la casta política tampoco parece estar por la labor de cambiar las cosas para bien. Baste comprobar el indecente «pasteleo» que el PSOE y el PP se traen entre manos desde hace décadas, pactando sin el menor atisbo de vergüenza política el reparto de los puestos de magistrados en el Tribunal Constitucional o de los miembros del Consejo General del Poder Judicial. Solo con este enjuague tan lamentable se entiende que un individuo de tan dudosas acciones cual oscura reputación como Enrique Arnaldo, cuestionado hasta por los más afectos, haya sido designado miembro del Tribunal Constitucional a propuesta del PP y con el voto favorable (y cómplice) de PSOE y Podemos en el Congreso de los Diputados.

En el Tribunal Supremo las cosas no andan mucho mejor. Basta con leerse la alucinante sentencia por la que se condenó a mes y medio de cárcel y a inhabilitación para ejercer cargo público por varios años al diputado canario Alberto Rodríguez, por haberle propiciado una patada a un policía, pese a no existir prueba alguna del hecho, y con la sola palabra del agente afectado.

Esta semana el Tribunal Superior de Justicia de Canarias ha condenado al juez Salvador Alba a seis años y medio de cárcel por haber incitado a un empresario canario a poner una denuncia falsa a la entonces diputada de Podemos Victoria Rosell, también jueza de profesión, que tuvo que dimitir de su escaño, aunque luego fue nombrada Delegada del Gobierno contra la violencia de género.

En los últimos cuarenta años, aunque muchos parecen ignorarlo, han cambiado, para bien, muchas cosas en España, pero me da la impresión de que la parte de la Administración del Estado que menos ha mejorado es la Justicia.

Solo así se explica que el de la magistratura siga siendo un colectivo casi intocable. Las condenas de jueces como Luis Pascual Estevill, Baltasar Garzón o ahora Salvador Alba son excepciones en un mundo donde los rumores de clientelismo y corruptelas son bien conocidos, y donde los errores profesionales, que tan castigados resultan en otras profesiones, ni se toman en cuenta.

La Justicia y la Ley son los pilares fundamentales de un Estado de Derecho, por eso los que las administran deberían ser intachables. Personajes como Salvador Alba nunca debieron entrar en la carrera judicial, nunca.