Se ha escrito mucho y se seguirá escribiendo sobre nuestra transición. Hay muchos aspectos a considerar: ruptura o reforma; protagonismo de las élites o de la sociedad, la influencia de otros países... Aunque sus límites cronológicos precisos son objeto de debate académico y social, el inicio parece claro, 1975, la muerte del dictador. En cuanto a su final. Para unos, la aprobación de la Constitución en 1978. Para otros, la llegada al gobierno de los socialistas con González en 1982. Me fijaré en este año, que para Robert M. Fishman es clave políticamente para el futuro de nuestra democracia.

Refundición del sistema de partidos

Las elecciones generales de 1982 diezmaron al partido gobernante UCD –creado por Adolfo Suárez–, que ganó las elecciones de 1977 y 1979, y debilitaron enormemente a los comunistas del PCE, que pasaron de 1,9 millones de votos a 840.000, de 23 diputados a 4, producto de la injusta ley electoral. Los partidos más identificados con la política de consenso fueron las víctimas de esta rápida y profunda refundición del sistema de partidos. Las graves divisiones internas en la UCD y en el PCE fueron claves para esta debacle electoral. Sin embargo, no se dice cómo ese profundo cambio modificó los fundamentos políticos y culturales de nuestra democracia. El PSOE creció espectacularmente, atrayendo a votantes y algunos líderes del ya prácticamente destruido UCD, como Francisco Fernández Ordóñez. Los socialistas obtuvieron 202 de los 350 diputados, y se convirtieron de facto en el partido natural de gobierno para más de diez años. Alianza Popular (AP) fundado en 1976 por jerarcas del franquismo, entre ellos Fraga, se convirtió en el primer partido de la derecha y la única alternativa a los socialistas. Al final AP –se convirtió en 1989 Partido Popular– atrajo a muchos miembros de UCD. CDS, el Centro Democrático Social, el nuevo partido de Suárez, intentó ocupar el espacio entre AP y los socialistas, y duró algo más que el diezmado UCD. En cuanto a los nacionalistas periféricos, Convergència i Unió de Pujol y el PNV se mantuvieron estables. El nuevo sistema de partidos permitía la alternancia en el poder, pero en aspectos importantes era muy diferente del primer sistema de partidos posfranquista.

La transformación más importante en los fundamentos de nuestra política por este reajuste de partidos fue el cambio en la identidad y la naturaleza del principal partido de la derecha. Tanto UCD como AP surgieron en sectores del régimen franquista que participaron en el diseño del nuevo sistema democrático. Ambos se pueden calificar como partidos reactivos sucesores de regímenes autoritarios, según Loxton. Es decir, se crearon en reacción a las transiciones democráticas porque entendían que el cambio de régimen era inminente. Y comenzaron a operar y a competir aceptando las leyes electorales y, en casos, ganando elecciones. Sin embargo, los dos partidos, UCD y AP tenían perspectivas bastante diferentes en un conjunto importante de asuntos muy relevantes para la esencia de la política democrática. La UCD de Suárez era una gran defensora del compromiso, predispuesta a ceder terreno en cuestiones simbólicas y materiales. En cambio, AP era una defensora a ultranza de la autoridad y del orden, y de una comprensión tradicional de la esencia nacional, considerando tales principios como elementos fundamentales en los sistemas políticos duraderos. Las diferencias entre ambos partidos salieron a la superficie muchas veces durante la transición, a veces relacionadas con la cultura política. AP se resistió a importantes puntos de los acuerdos consensuados de la transición, aunque su cúpula dirigente apoyó finalmente la aprobación de la Constitución (con algunas disensiones internas dentro del partido). En el tema clave del nacionalismo subestatal, Suárez y la UCD se mostraron dispuestos a ceder en el terreno simbólico para alcanzar compromisos viables. AP se mostró reacia a hacerlo. Fraga se opuso al término de nacionalidades históricas en el tratamiento de la periferia multinacional en la Constitución, argumentando que «El concepto de nacionalidades es una bomba de relojería para la unidad nacional y la fortaleza del Estado». En otra ocasión, durante la elaboración de la Constitución, Fraga afirmó que: «En medio de consensos fáciles, AP tiene el difícil papel de actuar como la conciencia de España».

Identidad nacional

Por ende, a partir de 1982, el principal espacio de la derecha en el sistema de partidos ya no estaba ocupado por un partido que defendiera los valores del compromiso entre antiguos adversarios –como fueron Suárez y Carrillo–, sino por un partido que temía tales compromisos como una vía posible para la violación de un sentido tradicional de la esencia de España. Tal visión, la inquebrantable firmeza en la defensa del sentido unitario de la identidad nacional, rechazaba sin concesión otras concepciones, ubicadas especialmente en Euskadi y Cataluña, aunque no solo, que consideraban España como un Estado plurinacional. Esa concepción retrógrada de la política pervive en la derecha española actual, y la incapacita para cualquier consenso, acuerdo o diálogo con el adversario político, considerado como enemigo. El espíritu de Fraga –su sombra es alargada– sigue impregnando la política de sus sucesores: Aznar, Rajoy y Casado. Circunstancia que estos no niegan, ya que, así lo manifiestan, sigue siendo su gran referente político.