Por primera vez en estos dos años de pandemia me encuentro, como seguramente casi todos ustedes, con mi entorno más cercano muy afectado -al menos desde el punto de vista numérico- por el maldito virus: amigos, conocidos, compañeros y familia están cayendo en sus garras como moscas atrapadas en una tela de araña global. En el punto y hora en el que redacto esta columna estoy libre de virus, pero no sé qué pasará mañana. Lo cierto es que esta nueva variante parece mucho más contagiosa aunque menos letal, sin embargo uno nunca sabe cómo le sentará el bicho a su cuerpo serrano, así que mejor no fiarse.

Personalmente llevo dos vacunas puestas. Lo hice por temor al covid, por responsabilidad y un poco por obligación, pero tengo que reconocer que también me vacuné con miedo. Uno no puede acabar de confiar. En esto, como en muchas otras cosas, demasiadas veces nos han dicho que sabían lo que hacían con nosotros. Y no, no lo sabían. A finales de octubre parece que el asunto mejoraba y que la vacunación había cambiado el panorama, pero estaba por llegar esta sexta ola brutal que nos hace pensar que tal vez esto no vaya a cambiar nunca, que es imposible parar el mundo por tiempo indefinido y que la solución final por la que se ha optado es que vayamos cayendo uno tras otro (e incluso una y otra vez) mientras el sistema bandea el asunto como pueda. Ni podemos alegrarnos demasiado cuando la cosa mejora ni desesperarnos con cada nueva ola, porque quizá esto vaya a ser así para siempre. Hemos entrado en fase de razonable desolación, donde lo que se gana en normalidad se pierde en épica. No sé si es bueno o malo.

Sin quererlo, nos hemos hecho orteguianos: «El llanto y la risa son estéticamente fraudes. El gesto de la belleza no pasa nunca de la melancolía o la sonrisa. Y mejor aún si no llega».