La huella se hunde en la nieve fresca. El respiro en la cabaña del Cabo de la Plana permite una bocanada de aire. La subida al Puerto de Trigonier es dura. Más si se sabe que no se volverá atrás. Ese fue el camino que muchos aragoneses cruzaron en unas frenéticas semanas de 1938. Por allí, por Somport, por la Pez, por el Puerto Vielho, por el Portillón de Benás, centenares de paisanos se convertirían en refugiados escapando de la guerra, el fascismo y la muerte.

Otros salieron a Cataluña o a Valencia, de ahí a Francia, a Méjico, a Argel, recibidos con más o menos pena. Luego llegarían los campos de concentración, el hambre y el desprecio, la tristeza y la rabia, la legión como salvación, el horror de Mauthausen, los ideales del maquis, la resignación de la espera o el regreso callado. Todo exilio. Forzado. Aunque distaban unos kilómetros…

El periodista Sergio Sánchez transcribió en 'Des Aragonais' el testimonio de aquellos que cambiaron de vertiente del Pirineo para no volver jamás. Se quedaron en el Sur de Francia para siempre. Tan cerca y tan lejos.

Ahora Aragón abre sus puertas a otros que huyen de su guerra. Una que reconocemos en la palidez de su piel. El conflicto de Ucrania ha movilizado a la sociedad. Recogida de alimentos y materiales, donaciones, preparativos para los que llegarán, empresas organizando viajes para traerlos como si de una campaña de publicidad se tratase.

Deberíamos recibirlos a todos por solidaridad, por humanismo, por no ser como aquellos que no lo fueron con nuestros antepasados

Algunos esbozan que su aterrizaje puede ser una solución para la despoblación de las zonas rurales. Familias enteras, con niños, con necesidad de techo y pan en áreas que precisan de hombres, mujeres y jóvenes que nutran el colegio, la barra y la granja. El intercambio es fácil de conectar en un beneficio mutuo. Aprovechar la oportunidad que se negó hace un par de años a los oscuros e intrusos menas.

Deberíamos recibirlos a todos por solidaridad, por humanismo, por no ser como aquellos que no lo fueron con nuestros antepasados, esa humillación de los garrotazos goyescos al caer de una valla.

La cuestión es si ese idílico mundo rural de acogida está preparado, tiene los recursos sociales, la vivienda, el tajo, la capacidad de asimilación, el futuro que necesitan estos refugiados a los que no debemos olvidar cuando la guerra deje de ser portada, siendo conscientes de que trayéndolos no termina su conflicto. Que ellos no vienen a remediar nuestros males. Que su mejor solución es no quedarse aquí para siempre, sino volver a su casa, a su vida, a su país en paz, regresar a ese puerto que no debería cruzar nadie nunca.