Las emociones se han apoderado de la política. Desde hace algún tiempo uno de sus efectos más ansiados es el de producir afectos y, en consecuencia, desafectos. Afectos y desafectos que no tienen por qué ser pequeños ni de menguado alcance y nada mejor que la engañosa cercanía de las redes sociales para conseguirlos. Nunca odiar fue tan eficaz y barato como lo es ahora a golpe de tuit. Todos ansiamos lo que Heidegger denominó «una imagen tranquilizadora del mundo», como todos sabemos que fantasear es libre pero no necesariamente práctico. No obstante, si bien no puede constarnos de modo fehaciente, intuimos que la violencia será suspendida, no desaparecida y nunca olvidada. Como si las hubiera escrito para referirse a nuestros días no podrían ser más atinadas las palabras de Gramsci: «lo viejo ha muerto del todo, pero lo nuevo no acaba de nacer». En cambio, qué lejos y erradas parecen ahora las del aclamado Francis Fukuyama cuando, seducido por los éxitos y promesas de la democracia liberal proclamaba, casi exultante allá por 1992 poco después de la «caída» del muro de Berlín, el fin de la historia entendida como lucha de ideologías.

Mucho más acertadas, me temo, aunque resulten más inquietantes e incluso desalentadoras, me parecen las del Carl Schmitt, cuyas ideas, a la manera de un estilete, perfilan y recortan con gran precisión la realidad, la suya y la nuestra: «cada nuevo periodo y cada nueva época en la coexistencia de los pueblos, imperios y países, de potentados y potencias de todo tipo, se basa sobre las dimensiones del espacio, nuevas delimitaciones y nuevas ordenaciones espaciales de la tierra». ¿Qué lecciones debemos sacar de ello?, porque si ni siquiera aspiramos a extraer conclusiones de lo que sucede ¿de qué sirve nada?, ¿cuál es su sentido? Una: imagino que seremos muchos los que, a la vista de los acontecimientos, hemos reevaluado la importancia de lo virtual.

El poder de la tecnología

Fascinados por el poder de la tecnología hemos caído en la peligrosa tentación de creer que lo sofisticado de ciertos avances traían consigo un paralelo mejoramiento de la condición humana. Craso y alarmante error, a medio camino entre la ingenuidad y el engreimiento, que puede salirnos muy caro a todos. Los recursos tecnológicos no dejan de ser «juguetes» al alcance de un gran número de personas, muchos de ellos con una voluntad de poder a prueba de bomba –discúlpenme lo llamativo de la expresión, pero me parece de lo más descriptivo–. Dos: si lo que llevamos vivido desde comienzos del 2020 no nos sirve para reconsiderar algunas de nuestras prioridades y restituir al lugar que merece lo importante, en detrimento de lo cómodo y lo urgente, tendremos bien merecido que se nos apee de la consideración de homo sapiens sapiens en la que nosotros mismos decidimos incluirnos.

No, por supuesto que tontos no somos, pero una cosa es ser listos, e incluso inteligentes –algunos de nuestra especie lo son, otros no tanto– pero bien distinto es ser sabios. De estos hay y ha habido realmente muy pocos y a menudo su lucidez ha jugado en su contra (abro paréntesis para que ustedes lo llenen con la trágica vida de algunos de ellos y después juzguen si somos sabios o simplemente instruidos).