El hombre que reinventó Aragón

Eloy Fernández Clemente fue el auténtico inspirador intelectual de ese movimiento

Javier Hernández Ruiz

Javier Hernández Ruiz

Siempre lo había pensado, pero lo vi claro, cual epifanía de celuloide, tras visionar el documental Labordeta, un hombre sin más (Paula Labordeta y Gaizka Urresti, 2022). Eloy Fernández Clemente se reinventó Aragón. Sí, él fue el auténtico inspirador intelectual de ese movimiento de reinvención de esta tierra que se fue fraguando en las postrimerías del franquismo y emergió como iceberg prometedor durante la primera transición a la democracia. Eran años de utopías, días de vértigo en los que los profetas tenían un hueco, tiempos en los que ese horizonte cuatribarrado de resurrección del Viejo Reino encontró un juglar excepcional, el abuelo Labordeta. Al polifacético José Antonio se le ha homenajeado, cantado, llorado y rememorado a la medida de su encomiable lucha y de su talento. Sus poesías y relatos, su mochila transitando el país, sus canciones y sus memorables intervenciones en el congreso mandando a los «malos» al estercolero de la Historia quedarán en el seno del eterno devenir.

El Canto a la libertad es el himno que los aragoneses verdaderamente metabolizan como propio, al tiempo que ha devenido una alegoría universal de las luchas liberadoras. Es hora, por tanto, de valorar y evocar la memoria de este otro hombre que acaba de dejarnos y que muñó, desde la discreción del intelectual y profesor, la idea que bardos y políticos aventaron.

Pero Eloy Fernández Clemente no fue solo el agazapado creador de ese Aragón contemporáneo, fue también uno de sus principales divulgadores desde las catacumbas antifranquistas hasta hoy; y lo hizo en principio a través de un instrumento ineludible en la era preinternet: la revista reivindicativa. Andalán fue ese canal que vehiculó toda la corriente aragonesista. Ese manojo de visionarias hojas también era un baluarte de «cierzo creativo» contrapuesto a «los huracanes de viento contra la libertad», que entonces eran muchos y más virulentos que ahora. Entre sus páginas se refugiaron, y también encontraron aliento, políticos, hombres y mujeres de cultura, pensadores, agitadores, combatientes todos contra» «siglos de destrozos contra la libertad».

Eloy recogía la antorcha casi apagada del Cid Regenerador; como Joaquín Costa, señaló los males de esa España oscurantista regida desde el palacio del Pardo por el brazo incorrupto de Santa Teresa (esa judeoconversa osada y libre que secuestró el nacionalcatolicismo): había que echar doble llave al sepulcro del caudillo y abrir todas las cancelas para que «los campos desiertos vuelvan a granar unas espigas altas dispuestas para el pan» que habrá que repartir «entre todos aquellos que hicieron lo posible por empujar la historia hacia la libertad». Y advirtió también aquel docente universitario, ya asentado en Zaragoza, de los peligros de una Santa Transición preñada de renuncias y pilotada por los de siempre. Y en sus últimos tiempos de merecido jubileo, en las conversaciones que compartí con él en Zaragoza o en su refugio galaico de Cariño, ya desde la radicalidad del anciano sabio, alertaba sobre la Bestia de una derecha ventilada por un nuevo españolismo populista –azuzado por el delirio catalán– que podría amenazar los cimientos de ese nuevo Aragón que tanto costó edificar a partir de los sueños turolenses de jóvenes profesores. Eloy se ha ido cuando se ha reconocido la inmensa labor profética de su Andalán, pero todavía queda calibrar el enorme legado que deja el más pertinaz y entregado bibliófilo de Aragón.

Porque Aragón es también su literatura, sus pensamientos, sus escritos. Y ahí está la Gran Enciclopedia Aragonesa como monumental, titánico esfuerzo de recopilación de todo ese infinito legado en e que colaboramos tantos especialistas coordinados por la batuta interdisciplinar de un profesor andorrano que siempre mantuvo joven su curiosidad intelectual (leía todo que tuviera que ver con su querida tierra y a todos los escritores aragoneses). Esa curiosidad imparable fue la que le dio fuerza, la que otorgó sentido a la vida de este humanista discreto que alumbró un nuevo sueño en un tiempo nuevo. Pero ese soñado Aragón estaba vivo para él –en permanente formación y evolución–, por eso asentía cuando le argumentaba que la identidad aragonesa del XXI tenía que integrar otras más allá de la medieval (el viejo Reino pirenaico), como la catalana de la franja o la de la antigua Celtiberia que nos hermana con las otras tierras de la cordillera (Celt)Ibérica.

Se ha ido el hombre que se reinventó Aragón y que seguía inventándolo cada día; nos ha dejado el último humanista, otro «hombre sin más» liberador de un cierzo benigno «que arranque los matojos surgiendo la verdad, y limpie los caminos de siglos de destrozos contra la libertad».

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