¡Hay que barrer a los sindicatos!

En un contexto de pleno empleo los trabajadores podían permitirse el lujo de ser reivindicativos

Cándido Marquesán

Cándido Marquesán

Para este artículo me basaré en las declaraciones en 1979 de Robert A. Georgine, presidente del sindicato AFL-CIO (Federación Estadounidense del Trabajo y Congreso de Organizaciones Industriales).

Se llevó a cabo una transformación estratégica destinada a disciplinar a los trabajadores en los años 1970. En un contexto de pleno empleo, los trabajadores de las grandes empresas estadounidenses podían permitirse el lujo de ser reivindicativos o indisciplinados, en la medida en que el miedo al paro o las grandes crisis no tenía ningún impacto sobre sus conductas. Había que disciplinarlos y para ello impusieron el miedo. Llegaron a favorecer conscientemente el aumento del paro. Además se elaboraron discursos dirigidos a deslegitimar a los sindicatos desde el mundo empresarial, a cuya labor se sumaron medios de comunicación, think thanks, la academia...

Los empresarios norteamericanos participaron en seminarios los fines de semana, compuestos de tres jornadas con este programa: 1º ¿Cómo prevenir la sindicalización? 2º ¿Cómo luchar contra una organización sindical que se está implantando? Y 3º ¿Cómo desindicalizar una empresa?

La primera jornada la impartía un «psicólogo industrial», que enseñaba «cómo hacer que los sindicatos se vuelvan superfluos». «Hay que crear un ambiente resueltamente hostil a los sindicatos». Todo comienza desde la entrevista de contratación. Hay que aprender a cocinar al candidato. «Intentad saber si están comprometidos con las causas progresistas, en organizaciones de inquilinos, de consumidores o cualquier otra que podría revelar simpatías sindicales». Una vez contratados, precisad muy bien a los recién llegados «que la empresa funciona sin sindicato». «No decimos que los sindicatos sean buenos o sean malos, simplemente que no tenemos necesidad de tener ninguno».

Tras el almuerzo se presentaba un «sistema de alerta precoz de sindicalización», con un conjunto amplio de cuestionarios. Los asalariados deberán pasar las pruebas de personalidad, teóricamente destinadas a «anticipar y resolver los problemas relacionales». Pero que servirán para establecer un «perfil psicológico de la fuerza laboral» destinado a evaluar la «lealtad del empleado» y a detectar, a partir de señales débiles, a los individuos más susceptibles para unirse a un sindicato. A estos «despídalos sin ningún remordimiento, porque lo que está en juego es vuestra libertad».

A la mañana siguiente, el jurista exponía una serie de maniobras para entorpecer la creación de un sindicato y demorar la convocatoria de elecciones sindicales, tácticas de obstrucción en el límite de la legalidad. También se distribuían textos de argumentación antisindical, cartas modelo y bosquejos de discursos prerredactados destinados a los subordinados.

En la tercera jornada, el abogado les divulgaba, bajo estricta confidencialidad, todo un conjunto de tácticas de «desindicalización». «Se debe practicar el espionaje de sus asalariados». «Desde conocer dónde realizan las reuniones los sindicatos, y tras conocer los asistentes, hay que despedirlos». Guardando los archivos de ausencias y de las sanciones, estas pueden servir para despedir legítimamente a un trabajador partidario del sindicato.

Al finalizar las jornadas se entregaba una «guía práctica» señalando algunas acciones a tener en cuenta en la guerrilla antisindical. «Cuando un grupo mantiene una conversación animada y se calla de pronto si se acerca un supervisor», «cuando hay grafitos hostiles a la empresa en las paredes de los lavabos», y «cuando esos lavabos atraen mucha más gente de lo normal, y se sabe que no hay ninguna epidemia de gastroenteritis».

Si el movimiento sindical se confirma, establezca un war room, sala de guerra en los despachos de la dirección. En una de sus paredes colgará con chinchetas un gran diagrama donde aparecerán «los nombres de todos los empleados por departamentos con la mención sindicato, lo cual le dará una visión global de la lealtad de sus asalariados».

Luego la empresa distribuye volantes y fija carteles: la «guía práctica» les propone modelos ya diseñados: «Sí, tienes algo que perder votando por un sindicato: la libertad de resolver tus propios problemas individual y directamente con la gerencia». «Las cotizaciones sindicales se quedan con tu bol de arroz».

Y si con todo, no se logra frenar a los sindicatos, se recurrirá a los servicios de consultores antisindicales, que les proporcionarán auténticos comandos para atacar a los trabajadores en los puntos más débiles, previamente identificados. Son los unión busters, o «demoledores de sindicatos», que se entrometen en las vidas de las personas, rompen sus amistades, aplastan su voluntad y separan a sus familias. «Sus armas», resumía un sindicalista, «son la intimidación y la subversión del derecho». Desde el momento que los trabajadores se organizan sindicalmente irrumpe un ejército de guerrilla vestido con trajes de tres piezas.

Una reflexión final a los trabajadores despistados. Esperanza Aguirre dijo: «los sindicatos son una antigualla del siglo XIX». ¿Cuál es su objetivo? ¿Defender a los trabajadores? El mismo de Pinochet, Thatcher, Reagan en los 70: aplastar por completo el sindicalismo, la negociación colectiva, las tradiciones y la cohesión social del obrerismo. Y por supuesto alcanzar la atomización y fragmentación de la clase obrera.

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