Eruditos a la violeta

El título alude al perfume favorito de los jóvenes que en el siglo XVIII querían ir a la moda

Cándido Marquesán

Cándido Marquesán

José Cadalso publicó en 1772 el libro Eruditos a la violeta o Curso completo de todas las ciencias, dividido en siete lecciones, para los siete días de la semana, publicado en obsequio de los que pretenden saber mucho estudiando poco. El título alude al perfume de la violeta, el favorito de los jóvenes que en el siglo XVIII querían ir a la moda. El autor de las Cartas marruecas arremete sin piedad –y con razón– contra la legión de ineptos introducidos en todas las épocas en la República de las letras y que «fundan su pretensión en cierto aparato artificioso de literatura». Son todos ellos vocingleros de exterior cuyo afán no es otro que el de epatar con ese «deseo de ser tenido por sabio universal», en palabras de Cadalso. Este libro tiene plena vigencia en la España de hoy.

¡Qué gozada vivir en esta España con tanta materia gris desparramada a raudales por doquier! Cuando el niño Julen, ingenieros a tutiplén. Los cuñaos desde las barras de los bares o desde las redes sociales daban lecciones de ingeniería de montes, de minas, de puentes y caminos.

Cuando la exhumación de Franco, al oír las palabras tan solventes de muchos españoles sobre el tema, daban la impresión de ser catedráticos de Universidad de Historia de España. Los Ángel Viñas, Julián Casanova, Francisco Espinosa o Helen Graham eran auténticos aprendices. Como dice Fernando Hernández Sánchez: «Tengo la impresión que la historia para bastantes españoles se ha convertido en un menú a la carta, en que cada consumidor escoge su combinación favorita y lo que uno sabe o cree saber es una mezcla de lugares comunes, retazos de relatos derivados de la autopercepción familiar, ecos fragmentarios de lo visto y oído en medios de comunicación, retales de lecturas superficiales y soflamas de tertulianos. Ingredientes que, en última instancia, suministran la coraza a un relato reaccionario rampante».

Cuando nos vimos inmersos en la pandemia del covid-19, en España los epidemiólogos doctorados, unos en Oxford y otros en Harvard, aparecieron hasta debajo de las piedras. No había aspecto de la enfermedad que les fuera desconocido. Sabían dónde y cuándo apareció; cómo se transmitía y cómo combatirla. Es algo maravilloso. Si éramos entonces 47,1 millones de epidemiólogos, ¿cómo llegamos a esta situación? Si todos sabíamos lo que se nos venía encima con días, semanas, incluso con meses de antelación, ¿por qué nadie avisó a Fernando Simón para protegernos a todos? Si las autoridades sanitarias no tenían ni idea, ¿por qué no nos aprovisionamos por nuestra cuenta de mascarillas, epis, test, respiradores…? ¿Por qué no nos confinamos antes?

Sobre la propuesta de ley de amnistía registrada y aprobada su tramitación en el Congreso, muchos españoles con extraordinaria contundencia pontifican, unos que es constitucional y otros que no lo es, cual si fueran eminentes catedráticos de Derecho Constitucional en prestigiosas universidades. No puedo resistirme en plantear una pregunta: ¿cuántos se la han leído?

Por ultimo, irrumpen ahora los expertos en educación sobre el reciente Informe Pisa. Al día siguiente o el mismo día muchos han opinado ex cathedra sobre un documento de 261 páginas. ¡Qué rapidez en su lectura y sus análisis! Tampoco los necesitan, porque su objetivo es simplificar, buscar un enfoque afín sus prejuicios.

Eso sí, muchos recurren a cuatro lugares comunes: la excesiva abundancia de leyes educativas, la falta de preparación del profesorado, el descrédito de la cultura del esfuerzo en detrimento de la excelencia… Lo más lamentable es que los políticos, secundados por algunos medios, se han servido de la educación para sus guerras culturales. Como señala Carlos Magro, experto en políticas educativas: «Da igual lo que digan los datos, lo importante es que nada estropee tu relato». «Todo un lenguaje de catástrofe y ruina». «La inmersión lingüística pasa factura en Cataluña y en País Vasco».

Nada nuevo bajo el sol. El académico, Francisco Ayala ya nos advirtió: «El español acostumbra a creer que lo sabe todo. Lo más sospechoso es que nadie se sorprende de tal desfachatez». Según Antonio Machado: «Los que están siempre de vuelta de todo, son los que nunca han ido a ninguna parte». Kant decía que se mide la inteligencia de un individuo por la cantidad de incertidumbres que es capaz de soportar.

Termino recurriendo a Cañuelo, editor del periódico El Censor de fines del siglo XVIII, un ejemplo perfecto de lo que fue la labor de la Ilustración. Fue secuestrado y prohibido en tres ocasiones (1781, 1783 y 1785) hasta su definitiva retirada de la circulación en 1787, mientras su autor Cañuelo era procesado y obligado a abjurar de sus «errores» por la Inquisición. La estructura del diario era muy sencilla.

Los artículos, denominados Discursos, iban precedidos por una cita latina, sobre todo, de las sátiras de Horacio y Juvenal. Un ejemplo: Multi ad scientiam peruenissent, si se illuc peruenisse, non putassen: «Hubieran muchos llegado a ser sabios, si no se imaginaran serlo ya». (Variante de la frase de Cicerón: Multi ad scientiam pervenissent, nisi se jam pervenisse credidissent). De su número 160 de 1781 es la cita: Que España ha sido en todos tiempos, es y será hasta la consumación de los siglos docta y sabia, y que si algo se ignora en ella es justamente lo que no conviene saber.

Suscríbete para seguir leyendo