Llegan las primeras grandes nevadas y como si de inmensas y juguetonas riadas blancas se tratara, se adueñan de todo para borrar las huellas del otoño y anclar en el paisaje un dulce aroma a leña, Navidad y libros en la atardecida. Llegué a Villanúa una festividad de San Juan del año 1970, a punto de cumplir los cuatro años y con toda la curiosidad y la vida intacta, y desde entonces ese paisaje y ese lugar se han cosido a mi vida con todos esos recuerdos que en los momentos más inoportunos te asaltan en cualquier esquina y te dejan indefensa y no sabes en qué cajón de tu memoria almacenarlos, porque están ahí y siguen ahí y persisten como víboras enroscadas en las piedras en las que de niñas jugábamos ignorantes del peligro y de sus venenos.

Recuerdo de Villanúa su río y su Estrella; sus grutas y los días de verano donde no escuchábamos nada que no fuera el latir de nuestros corazones adolescentes y atropellados. Recuerdo sus noches y el filo de Collarada desde el que nos prometimos no defraudarnos jamás, cosa que ambos sabíamos que no íbamos a cumplir. Recuerdo a las madres tomando el sol y a los padres imprimiendo a la vida una lección de libertad y socialismo, mientras los caminos hacia el fuerte de Rapitán asaltaban todas nuestras dudas, que no eran políticas, sino vitales y que tenían en la parte de la vida que se torna pupilas de acero todas las respuestas a ninguna pregunta.

A veces despierto y me encuentro sombreando al sol en el campo de las margaritas y estamos solas, siempre estamos solas las niñas y siempre jugamos al límite de todos los juegos en los que hay perdedores y malvados y una vez tras otra nos enfrentamos a ellos retando con nuestra propia vida a los fantasmas del futuro, que no somos más que nosotras mismas convertidas en un puzle mal construido de los peores recuerdos.

Aquel día, era primavera, decidimos, siempre las niñas, bajar hasta el río, al que una y otra vez nos habían dicho que no fuéramos, pero nosotras nos conocíamos las fronteras de nuestros juegos y por eso no había lugares prohibidos y mucho menos lugares infranqueables. Recuerdo que jugábamos alocadas y dispersas cuando la crecida nos sorprendió en medio del cauce indefensas y torpes, y aunque quisimos correr hasta la orilla, la orillas cada vez estaba más lejos y el agua tenía tanta fuerza que era imposible resistirse a la tentación de que te arrastrase con la fuerza del valle. No gritamos y no recuerdo que estuviéramos asustadas y ni siquiera sé si el resto de las niñas tienen el mismo recuerdo que yo, solo sé que conseguimos alcanzar la orilla empapadas y sin zapatos y que nos acostamos sobre las piedras que bordeaban al río y no dijimos nada que no fuera apretar nuestras manos contra el suelo y así, bajo el cielo de Villanúa, sentirnos a salvo y vivas.