Bueno, sí, aquí estamos de nuevo. Escribiendo frente a una luminosa ventana sin poder asomar el pico con una excusa decente. Los niños picotean el aire con sus berridos, mientras, los padres, se pasan las normativas por el arco del triunfo y comunican sus futuras aspiraciones post-cuaretena. Todos se conocen y se dan baños de recuerdos y saludos y, casi, en un impulso inconsciente, llegan a abrazarse. Esquivan la herejía. Solo pueden confiar en los suyos, los demás están cubiertos de sospecha. Una zona de guerra, sí, una zona de guerra es lo que parece esta calle desde mi luminosa ventana. Una contienda sin pistolas, ni cuchillos, ni AK-47 o chalecos antibalas defectuosos. Una guerra de dudas, traiciones y frenética paranoia. Estos malditos podrían actuar en una peli de la guerra civil, pienso. Sonrisas inquietas, fraternidades controladas, nunca se sabe quién puede estar en el bando enemigo, es decir, en el bando enfermo. Ya me harto del infernal berreo de los niños. Tengo que salir. Qué sin sentido, ¿verdad? si los niños están fuera. Pero los niños están en todas partes, en el supermercado, en la farmacia, en la calle, en el piso de arriba pataleando y gritando como si su padre abusase de ellos. Ay, los niños… benditos niños. Si los mansos heredarán la tierra, estos cabroncetes se van a quedar a dos velas, no heredarán ni las deudas… Al menos dispongo de un ajuar de tranquilidad. En el estanco no hay niños. Los progenitores temen por sus diminutos pulmoncitos en desarrollo, ¡O peor aún! Que sigan los fumadores pasos de sus padres. Eso es inconcebible. Jamás un hijo debe seguir los pasos de su padre, menos los pasos que su padre le haga seguir. Total, que voy al estanco. Zumbo las dos calles rebozado en este hermoso sol de mayo. Los niños van desapareciendo en mi Ilíada de nicotina. ¡Oh alquitrán, lleno eres de gracia! Sobreviven, eso sí los adultos, a los que no les guardo mucho más cariño.

Investigo mis al rededores. Los retoños se han largado, pero las máquinas de producción, inseminadoras e inseminadas, siguen navegando bajo el sol. Algo apesta. Como de costumbre la solución a un problema no hace más que lijar la superficie, desvistiendo capas más profundas, perversas y sensible. Hay un hedor en todas las miradas que al principio achaco a mis dos días lejos de la ducha. ¡SNIF! ¡SNIF! Los alerones están bien engrasados de desodorante Axe esta mañana. Los pantalones, vaqueros del Zara, recién lavados, no ha habido mucha oportunidad de usarlos. ¿Llevo una diana en la frente? El reflejo de un escaparate me dice que no. Estoy bien, correcto, de puta madre, amante y guerrero. Quedan medio centenar de metros hasta la cueva del humo. Sigo investigando. No es solo a mí, todos se apuntan las ametralladoras los unos a los otros. Miedo y odio y pánico y un asco subconsciente enterrado en civismo y autorreflexión “No, Juani, ¡NO!, no te digas esas cosas. ¡No hay que tener miedo, o el virus vencerá!” Oh Juani… el virus ya ha vencido, el virus siempre vence, aunque se lo mate y extinga. Su objetivo vital es vivir y acojonar los corazones y eso, Juani, ya lo ha hecho con creces. La zona de guerra. El reino del miedo. Esa es la picante verdad.

Las puertas correderas del estanco se abren ante mi bigarda figura. ¡FLIUM! Un pitido inconfundible resuena. Sale la estanquera, Margarita. ¡Qué fina es esta señora! Siempre de punta en blanco y con la elegancia de un cisne. Fuma los cigarrillos que vende en boquilla de marfil blanco. Ahora ha perdido caché. Está incómodamente apoltronada tras una mampara, una mascarilla FFP2 y unos guantes de látex amarilleados en los dedos índice, medio y pulgar. Aun así, clavo mis ojos en ella. ¡Sálvame princesa de la muerte! ¡Traficante de humo, arrópame! Fuera me siento poco más que un extraño. Los hombres me miran como si no fuese de su misma tierra. Parezco tener la piel morena en un barrio de basura blanca adinerada. Pero Margarita tiene mejores cosas que hacer. Pregunta con un gesto, “¿Qué?”, respondo con un gesto, “Lo de siempre”. Gira su agujereado y delgaducho cuerpo, sí, bien parecido al de la propia muerte, desliza dos paquete de Camel, espera el pago y se lo hago con la tarjeta de crédito de la Caixa. Flirtea el cacho plástico con el cacharro tecnológico. ¡PI! ¡PI! Todo bien, todo correcto. Kali asiente con la cabeza. Mis ojos le piden conversación, que me salve de la orfandad de las aceras. Nasti de nasti, levanta el mentón y vuelta a la cripta. Margarita, querida… no me has ayudado una mierda….

Salgo de nuevo al ruedo. A torear miradas. Saco un cigarrillo. Me aferro a él como un pelo a su verruga. Un Seat Altea ralentiza a mi derecha. Polis, sin duda. Solo alguien a quien no le quede otra pasea un carro tan feo con tanta chulería. Cantan más que una gallina con ligeros. Me inspeccionan a lo Terminator. Esto parece una película; mi apellido es El-amin y rondo sin motivo los alrededores de la casa de los Álvarez de Toledo. Cuando el miedo ataca, la paranoia se ha cansado ya de recorrer el mundo y la verdad todavía no sabe que le toca mover el culo de la cama. No me paran, por suerte. Cómo entiendo ahora a mi camarada Karim, negro abstemio y buena persona hasta rozar la sospecha, cuando me narraba su angustia al salir de casa. “Karim, eres un exagerado. No prestes atención a los que te miran mal y punto” decía yo. ¡Ay! Va a ser verdad que el ciego no puede temer la luz hasta que conoce el dolor de la iluminación. Regreso al piso a paso ágil. Buena zancada. Caminar de ladrón o de tipo con problemas. Penetro el portal. ¡BUF! Por fin, zona de alto el fuego. Pienso entonces en el permafrost, la capa de hielo permanentemente congelado de las zonas periglaciares. Se derrite sin remedio y acabará por liberar antiguos bichitos asesinos como este que en su resurgir a la vida se despertaran poco católicos. Las fuerzas del orden deberían pensar en jubilar esos Seat Altea, sueltan más humo que Humphrey Bogart. “Proteger y servir”, pues más vale que cumplan.

Entro en el piso. Regreso a la ventana. Miro a la calle. En lo alto de mi torre de marfil la mierda azota constantemente los muros, pero no me alcanza. Los niños siguen picoteando el silencio. Cabroncetes… Los cayo con un disco de Sonny Boy Williamson. Este Covid-19 es el aperitivo de una comida a cuatro platos de desesperación. La oportunidad para que todo cambie, o todo siga igual. El 19 nos ha dejado secos y los veinte son una edad de madurez muy jodida. Todo está por ver. Solo espero que pronto este reino del miedo llegue a su fin. Margarita…cabrona…algo he sacado en claro, es hora de acudir a un nuevo estanco.