Para algunos son una invasión. Gente que viene a robar el trabajo a los españoles. Pobres que quieren vivir como reyes en Europa. Negros, moros o sudacas que no son más que eso, una «raza». Pero sus historias son muy distintas y su diversidad no merece estigmas. La ultraderecha ha introducido en el debate público posturas abiertamente racistas y xenófobas. Se habla de números pero son personas. Y todas con una historia.

FAMILIA AL HAMAD, SIRIA

"La guerra que siempre duró demasiado"

Mohamad Al Hamad y Fadwa Al Omar son sirios. Viven en un piso en el barrio de Torrero junto con sus cuatro hijos: Riyam (12 años), Tarek (11), Jawaher (9) y Sanad (6). Llegaron a Zaragoza en el año 2016 desde el Líbano, donde llevaban casi cinco años, desde el 2011, cuando huyeron de la guerra civil que estalló en su país hace ahora más de una década. «Antes Siria era un país perfecto para vivir pero hoy lo que era mi pueblo está todo derruido. Yo no quería venir a España pero lo hice por mis hijos», relata el padre de la familia.

Su periplo comenzó en su ciudad natal, Idlib, a una hora en coche de Alepo, en el norte de Siria. «Te dicen que te tienes que ir y tienes dos horas. Nuestro pueblo estaba cerca de un aeropuerto militar y era una zona peligrosa. Nos dio tiempo a coger los papeles y poco más, lo dejamos todo allí. Una casa, un coche, mi trabajo como camionero, mi familia. He perdido todo lo que tenía», cuenta Al Hamad. En su viaje en un minibus hacia Beirut, en Líbano, les pararon en Homs. «Tenía 30 años entonces y me dijeron que por qué no iba a la guerra como soldado. Pudimos seguir porque les pagamos», rememora. «La guerra es horrible. Si no apoyabas a Al Asad entonces eras su enemigo. Las familias se dividieron en bandos. La única salida era huir», añade.

« Antes Siria era un país perfecto. Yo no quería venir a España pero tuve que hacerlo por mis hijos»

Familia Al Hamad

Se fueron a Líbano, país colindante con Siria, porque pensaban que el conflicto armado no iba a ser muy largo. «Todo el mundo lo creía. Ni nos imaginábamos venir a Europa. Pero fueron pasando los meses y luego los años. Uno, dos, tres, cuatro…», cuenta Al Hamad. En Líbano nació su cuarto hijo y comenzaron el colegio los más mayores, pero al ser refugiados nadie les aseguraba tener plaza en las aulas. «Si la clase estaba llena y llegaba un niño nuevo que era libanés echaban a mis hijos», explica. «Ahí empiezas en primaria y solo estudié primero y la mitad y en segundo ya no me aceptaron», cuenta la hija mayor, Riyam, que como sus hermanos habla castellano perfectamente. «A los dos meses lo aprendieron –dice el padre–, pero para nosotros el idioma es la mayor dificultad».

Escolarización

Ante los problemas para escolarizar a sus hijos fue cuando Mohamad y Fadwa dedicieron marchar. Se pusieron en contacto con Acnur y comenzaron a tener entrevistas con diferentes embajadas. La última tuvo lugar un día antes de coger el avión. «Nos dijeron, mañana os vais a España. Y nosotros no conocíamos nada. Tuvimos que mirar en un mapa donde estaba», dice la hija mayor. Ese día fue el 5 de julio de 2016, una fecha que todos tienen marcada a fuego en el calendario.

En nuestro país cayeron en la capital aragonesa, donde estuvieron seis meses en un piso de acogida de Cruz Roja junto con otras 20 personas. «Fue duro. No conocíamos nada ni a nadie». Entonces encontraron el inestimable apoyo del grupo Ayuda a Refugiados de Zaragoza, que les proporcionaron ropa y alimentos.

Desde hace ya cuatro años y medio viven en un piso en Torrero. Son 60 metros cuadrados para seis personas y se mantienen todos con poco más de 1.000 euros. Mohamad comenzó a trabajar en el 2017 y desde entonces ha ido encadenando contratos temporales y periodos en el paro. «Con mis contratos no puedo buscar otra casa. Nadie me acepta», explica Al Hamad, que se muestra muy agradecido a España.

Familia Al Hamad. ÁNGEL DE CASTRO

SAID Y RIAD, MARRUECOS

"Juventud sin futuro ni esperanza"

Los han tachado de invasión, pero las cifras demuestran que el año pasado decreció el número de menores extranjeros no acompañados que llegaron hasta la comunidad aragonesa. La cifra de guardas provisionales ejercidas como primera medida de protección disminuyó el año pasado en un 57,5%, si bien se incrementó el número de prórrogas a la mayoría de edad.

Said El Jaziri y Ríad El Hireche son dos jóvenes marroquíes que tienen ahora 19 años pero ambos llegaron a España cuando tenían solo 17. El primero es de Meknes, en el centro del país alauí, y el segundo de Oujda, al noreste. Sus historias son muy diferentes pero ambos coinciden en una cosa: Quieren «ser una persona, no un marroquí».

Said, cuando todavía era menor, se subió en una patera para cruzar el Estrecho desde Tánger. Paso ocho horas en la embarcación. «Cuando subes no sabes si vas a vivir», cuenta El Jaziri. Una vez en España, estuvo una semana en un centro en Cádiz, tres días en otro de Sevilla, dos en Bilbao («donde había mucha gente») y después vino a Zaragoza, donde por fin se sintió más a gusto.

El caso de Riad es distinto. Él voló a Málaga con su padre y una vez en suelo español, a pesar de los intentos de su progenitor por que regresara a Marruecos, el joven decidió quedarse aunque fuera solo. Antes de llegar hasta la capital aragonesa, «el 27 de abril de 2019», estuvo en San Sebastián, Madrid y Tarragona y más de una noche durmió al raso. En la calle. Con 17 años. «Yo no quería volver a Marruecos. Podría haberme buscado la vida pero no hay ni esperanza ni futuro», cuenta.

En Zaragoza cuentan con el apoyo de Accem, una oenegé que trabaja para mejorar la calidad de vida de las personas migrantes y refugiadas. Les proporcionan alojamiento y comida y una paga semanal de 15 euros. «Como comprenderás no te puedes comprar un coche», ríe Riad a sabiendas de que algunos partidos les acusan de vivir a costa del dinero público.

Estudiando

Ambos están estudiando. Riad está de prácticas en un supermercado y hace Administración, aunque en el futuro le gustaría hacer una ingeniería. Said cursa una FP básica de pastelería y panadería y quiere ser mecánico. No obstante, su camino no será fácil. El permiso de residencia que tienen no les permite trabajar. Para ello tendrán que conseguir un contrato laboral que sea «de seis meses o un año».

«Hay gente que se aprovecha de nosotros. Hay marroquíes aquí que ofrecen contratos a cambio de dinero. Pagas 3.000 euros y te hacen un contrato y encima tienes que trabajar doce horas al día para ellos. Y eso te lo hacen tus paisanos. Te quedas flipando», cuenta.

«No voy a cambiar la mentalidad de nadie. Que me odien si quieren, pero que me dejen vivir»

Riad El Hireche y Said El Jaziri

Aquí, Riad, no tiene amigos marroquíes. «Intento integrarme. Quiero ser alguien normal, uno más que pasea por la calle. No quiero ser simplemente un marroquí ni tampoco quiero que me digan que pobre, cariño, que mal lo he pasado. Quiero ser uno más. A mí solo me importa mi futuro, no el dinero. Antes de venir estuve estudiando mucho para poder formarme. No quiero volver a Marruecos pero tampoco voy a cambiar la mentalidad de nadie. Lo importante es que me dejen vivir. Que me odien si quieren, pero que me dejen vivir en paz», explica este joven, que no tiene contacto con sus familiares que viven en España, solo con sus padres, que siguen en su país natal.

Por su parte, este joven marroquí pide a los españoles que no «tengan una imagen falsa» sobre ellos. «No he robado nunca y cuando entro al bus o al tranvía la gente se agarra el bolso o se apartan. Es muy difícil llegar a un país nuevo y no conocer el idioma, pero intentaré seguir trabajando aquí», cuenta. «Echo de menos a mis padres. Hablo con ellos todos los días», reconoce también con la lógica tristeza.

Riad El Hireche y Saiz El Jaziri. ÁNGEL DE CASTRO

K. SIMÉON ATCHAKPA, TOGO

Refugiarse o acabar en una cuneta

Kossi Siméon Atchakpa tiene 46 años y llegó a España en el año 2008. No vino por necesidad económica. Tenía empleo y una vida estable junto a su mujer y sus dos hijos pequeños en Lomé, la capital de Togo. «No vivía como un rey pero no era un miserable», recuerda. Era periodista y todo se torció cuando Atchakpa decidió investigar la muerte de un empresario crítico con el Gobierno de Faure Gmassingbe. «Publiqué un artículo y no gustó mucho. Empezaron a llegarme mensajes amenazantes. Primero no le di importancia, pero fue a más», cuenta.

El empresario asesinado era el dueño de la revista en la que trabajaba Atchakpa y apareció muerto en una playa tras haber estado ingresado dos días en una clínica. La autopsia encargada por el Gobierno dictaminó que había fallecido por ahogamiento, pero un segundo análisis sentenció que la muerte se debía a una sobredosis de medicamentos. «No cuadraba y quería contar la verdad», explica.

«Empecé a sentirme inseguro cuando vinieron a buscarme a casa. Yo no estaba pero cuando me enteré hui de la capital y después me fui a Ghana. Quise dejar constancia ante una asociación de derechos humanos de lo que me estaba pasando y entonces el Ministerio del Interior de mi país, los mismos que estaban persiguiéndome, me ofrecieron policías para protegerme. Lo que querían era encontrarme y acabar con mi vida. En Togo no hubiera sido la primera vez que pasa algo así. Me hubieran tirado en una cuneta y ya», narra.

«No vine a buscar empleo, ya tenía. Vine porque mi vida peligraba. Y el instinto de supervivencia te puede»

Kossi Siméon Atchakpa

En Ghana, en la embajada española consiguió el visado para viajar a nuestro país. «Vine a España y no a Francia, a pesar de que hubiera sido más fácil para mí por el idioma, porque Francia y Togo tienen mucha relación y tenía miedo a que me entregaran», explica Atchapa. En marzo inició los trámites para conseguir el estatus de refugiado político, que consiguió en julio del 2010. Tras una estancia en Barcelona, a través de sus contactos con Reporteros Sin Fronteras, Kossi Siméon dio con la Asociación de Periodistas de Aragón, quienes le trajeron hasta Zaragoza y le ayudaron «a empezar una nueva vida».

Todo este recorrido lo hizo solo, sin su mujer ni sus dos hijos, que en un primero momento se quedaron en Togo. Pero la Policía comenzó a «amenazarles sutilmente» también a ellos, por lo que huyeron a Ghana. No fue hasta el 2011, tres años después de la última vez, cuando Atchakpa se reencontró con los suyos en España. «Cuando llegaron tenían nueve y cinco años. La pequeña no se acordaba de mí», ríe ahora.

Hoy, Atchakpa trabaja en la oenegé Accem y ha conseguido asentarse, aunque su objetivo es poder volver a Togo en un futuro. «Puede parecer extraño. Pero yo y mi mujer crecimos ahí. Nuestra familia y amigos se quedaron allí. Y creo que es un deber cívico volver para participar en la lucha porque lo que hemos encontrado aquí, la libertad, es lo que quiero que haya en Togo. Y eso no lo regalan, se lucha», asiente.

«En general todo el mundo cree que si te vas de tu país es para buscar una vida mejor. Y eso está bien pero no es mi caso. No vine a buscar empleo, ya tenía y sabía que aquí no iba a poder trabajar de periodista por la barrera idiomática. Yo vine porque mi vida peligraba. Y el instinto de supervivencia te puede», zanja.

Kossi Simeón Atchakpa. JAIME GALINDO