Nada más finalizar el choque, una tromba de agua descargó con violencia sobre El Alcoraz. Quizás fuesen las lágrimas de San Lorenzo, encarnando el sentir de su ciudad. Sin embargo, el desconsuelo duró cinco minutos. Cuando los jugadores azulgranas abandonaban el vestuario, lucía en el horizonte el sol, como la luz al final del camino indicando al Huesca que hay que seguir, que el sueño no acaba aquí.

"El año que viene tiene que haber por lo menos 1.000 socios más --decía Camacho al final del encuentro--. La gente no tiene que lamentarse por no haber conseguido el ascenso, sino apoyarnos así durante toda la temporada que viene. Lo que se ha vivido hoy en El Alcoraz ha sido muy especial para todo el mundo".

Lo que se había vivido en el estadio del Huesca había sido un ambiente excepcional. Cerca de 6.000 personas se dejaron la garganta ya desde antes del inicio del choque. Entre ellos, varios ilustres poblaban el palco, como Marcelino Iglesias, presidente del Gobierno de Aragón, al que se pudo ver departiendo con Agapito Iglesias, accionista mayoritario del Real Zaragoza, o los alcaldes de ambos contendientes, Fernando Elboj y Rosa Aguilar. La afición estaba encendida, confiada en que era posible el milagro, y a muerte con sus jugadores, que se contagiaron de su calor. En el minuto 3, Rodri ya tenía rasgada su camiseta. Cada balón dividido prendía los ánimos de la afición oscense, que hacía inaudibles los cánticos de los 600 cordobeses que consiguieron teñir de verde y blanco el fondo sur de El Alcoraz.

Los cinco minutos que tardó en lanzarse el penalti fueron insoportables para el ejecutor, Dani. Un griterío ensordecedor presidió los prolegómenos del disparo hasta que el lateral cordobés le pegó al suelo y marcó. A partir de ese momento, las iras de la afición se centraron en el colegiado, el vasco Sánchez Maroto, mientras los minutos pasaban y la hinchada iba asumiendo que con empate a uno y diez jugadores sobre el campo, la gesta era imposible.

No cesaron sin embargo los cánticos de apoyo. Nadie se fue antes de acabar el choque. El público oscense comprendió a la perfección que aquellos hombres que habían despertado su ilusión merecían cuanto menos su apoyo. Así, se pudo escuchar con el pitido final el grito de "¡Huesca, Huesca!" desde la grada. Muchos aficionados saltaron al césped para abrazar a unos futbolistas que se han partido el alma por el equipo. Algunos de ellos, como Javi Suárez, dieron la vuelta al campo llorando entre la invasión de hinchas cordobeses para reconocer que lo vivido, efectivamente, había sido muy especial. "Tenemos que estar orgullosos y con la cabeza alta --decía el capitán--. Hemos contagiado la ilusión a una ciudad, y la ciudad a nosotros. Pero esto no acaba aquí".