Haciendo como que fue sin querer pero al fin y al cabo queriendo, que en caso contrario no lo hubiera dicho, Carlos Aranda se quejó ayer abiertamente de su suplencia, asumiéndola sin asumirla, con una extraña resignación, un tono desafiante y saliéndose de madre en todo caso. El delantero reveló de modo voluntario que no es feliz deportivamente porque juega poco. Y, obvio, lo dijo para que su mensaje se escuchara. De esta manera, el punta rompió a su antojo la paz de la semana posterior a la victoria contra Osasuna, que debía ser de calma chicha absoluta, y generó un foco problemático de modo innecesario. El Real Zaragoza también tiene a un futbolista triste e infeliz que lo hace público. Nada raro, por otra parte.

La reclamación de minutos de Aranda --que "tengo 32 años, solo me quedan tres o cuatro a buen nivel y si no juego aquí, habrá que probar en otro sitio"-- es el último botón de muestra de los tristes códigos por los que se rige el fútbol, un deporte colectivo en el que prima el individualismo. Las palabras del delantero no le hacen ningún bien al equipo y seguramente a él mismo le perjudicarán más que le beneficiarán. Son simplemente una muestra más de cómo es el futbolista moderno, salvo excepciones: indisimuladamente egoísta, interesado y codicioso.

El Real Zaragoza necesita estabilidad deportiva, no vientos que lo agiten a destiempo. Aranda estuvo mal y muy insolidario. Debería pensar más en el club que tan, tan bien le paga que en sí mismo.